Capítulo 13

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Ya estaba preparada. Se había cansado de permanecer encerrada, de rugidos y gritos y tener que hacer siempre lo mismo. Lo había intentado, ¡vaya si lo había intentado! Quizás no de la mejor forma. Aunque siempre había ido con una sonrisa ante él. A veces había optado incluso hacerle reír, pero nada. Los últimos días, a pesar de continuar su buen humor, de seguir teniendo esperanzas, ya no le había dedicado una cálida sonrisa, sino que prácticamente le había impuesto que la acompañara a través del bosque. Desde luego, él no se lo había tomado nada bien.

Gritaba.

Rugía.

Destrozaba.

La miraba con ojos de fuego.

Y le respondía que no. Que no iba a ser su guía ni su guardián. Que él estaba muy por encima de eso. Que para eso estaban los sirvientes y soldados, para trabajar y encargarse de tales tareas.

Algunas veces Aneris se había echado a reír sin poder contenerse, a sabiendas de que él se lo tomaba todavía peor. Pero le hacía gracia ver cómo aquella bestia había llegado a creerse de verdad el señor del castillo, hasta el punto de comportarse como un pedante insoportable.

En otras ocasiones había logrado descubrirle en sus incursiones nocturnas por el jardín. Había tenido que espiarle para ello. Siempre había bajado corriendo con un libro bajo el brazo para pedirle que se lo leyera. O que por lo menos le enseñara a leer. Por supuesto, sin ningún fruto. Él hacía alusión a su supuesta clase social y le decía que, si quería aprender a leer, se buscara ella misma la forma. Que había libros en la biblioteca perfectos para ello. Y, sin saberlo, la había ayudado. Aneris había acudido a la biblioteca y había hallado, de forma increíblemente rápida —parecía que el libro en cuestión la estuviera esperando—, un libro sobre el aprendizaje de las letras. No había aprendido a leer, pero sí había aprendido a diferenciar cada letra y sus sonidos. Era un paso.

Cerró con cuidado la puerta de su habitación. Trataba todo con el mayor cariño posible, temiendo estropear a la mínima cualquier pequeño detalle. Llegó hasta el vestíbulo y le sorprendió ver tanto al candelabro como al reloj delante de la puerta del castillo, como si quisieran impedirle que se marchara.

Sonrió.

—Si sales no podrás volver jamás —le advirtió una voz a sus espaldas. Una voz grave que ya conocía bien.

Aneris se giró y le miró con dolor.

—Así que tus palabras de que podía disponer libremente del castillo no eran más que amabilidad disfrazada. No he sido una invitada. He sido una prisionera.

—Nunca dije que fueras mi invitada. Nunca fuiste bienvenida aquí. Pero ya que vas a robarme, por lo menos podrías tener la decencia de agradecer el trato recibido.

Las mejillas de la joven sirena se sonrojaron. ¿Cómo se había enterado?

—Lo agradeceré a quien haya tenido el cuidado de prepararme las comidas, de dejarme ropa limpia y tratarme con tanta atención —replicó mientras rebuscaba en el bolso un libro de cubierta azul que sacó y lanzó, con pesar, a los pies de él.

La bestia la miró y luego miró el libro. Se agachó para recogerlo con toda la delicadeza que le permitían sus garras. Esto sorprendió a Aneris que no le veía capaz de ser delicado, y menos con aquellos objetos llamados libros, que había maltratado días atrás.

—¿«Al este del sol y al oeste de la luna»? —leyó inquisitivo.

—Me gustan sus dibujos. —Levantó la cabeza permitiendo que sus cabellos se desparramaran mejor por su espalda—. Mas ya ves, es una historia estúpida, ¿verdad? Una chica que se enamora de un oso que resulta ser un príncipe. Cuentos para niños.

Al dar media vuelta, pudo ver que tanto el reloj como el candelabro estaban uno a cada lado de las puertas, permitiéndole la salida. Los miró extrañada y maravillada, pensando que quizás...

Sacudió la cabeza, se colocó el pelo y salió dejando de pensar en tales invenciones. Su abuela siempre se lo había dicho: tenía una gran imaginación.

Antes de cerrar a sus espaldas, miró hacia atrás, pero él ya no estaba. Bajó la cabeza y cerró con cuidado.

Atravesó el jardín admirando todo y deleitándose con los aromas primaverales que desprendía. Avanzó sin detenerse hasta la verja que marcaba el final de su cautiverio. Esta se alzaba imponente ante ella. Aneris la miró esperando que se abriera, aunque no estaba muy segura de si eso sucedería. ¿La dejaría salir? ¿O no dependía de él esa decisión?

«¿De quién va a depender si no?», se preguntó.

La verja chirrió y se abrió con parsimonia, cediéndole el paso. Aneris miró por última vez hacia atrás. Contempló el castillo con sus torres y almenas alzándose al final de un colorido jardín que nada tenía que ver con lo que escondía aquel lugar. Se despidió en silencio sin saber exactamente de qué o quién y se aventuró en las profundidades del bosque nevado.

La maldición de los reinos (Reinos Malditos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora