Subió y bajó la cola repetidas veces, sin poder creer que fuera real. Pero lo era. La sentía como siempre la había sentido, como parte de su cuerpo de sirena. Se la acarició con suavidad, sintiendo las escamas azules bajo su mano. El labio inferior le temblaba y sus ojos estaban empañados. Parpadeó varias veces y respiró hondo.
—¿Y ahora qué? —susurró, temiendo ser escuchada.
No tenía muy claro qué hacer. Miró a su alrededor en busca de cualquier cosa que pudiera darle una idea, pero, aparte de lo propio de un lugar de aseo, no halló nada. Tragó saliva, preocupada. Vació la bañera antes de salir. No quería poner todo perdido y dar trabajo a quien quiera que estuviera cuidando de ella. Estiró el brazo para alcanzar una toalla y se maravilló con su suavidad. Secó su cuerpo lentamente mientras disfrutaba del contacto sobre su piel. Su pelo era lo único que no había sumergido en las cálidas aguas. Y entonces, volvió a suceder: piernas en lugar de cola.
Soltó una exclamación. Pero lejos de angustiarse de nuevo, sonrió. Fue a la habitación con el vestido puesto. Miró los zapatos, pero desechó la idea de ponérselos; ya no los volvería a necesitar. Se despidió de la habitación sin dejar de sonreír. Había sido una aventura muy interesante, una historia que la convertiría la reina del océano. Muchos la envidiarían, pues, ¿qué ser del piélago tenía el privilegio de vivir un día como un ser terrestre?
En un principio, salió corriendo de la estancia, tropezando con sus propios pies, pero luego lo pensó mejor. Quería observar bien todo por última vez. Quería sentirlo y olerlo. Y así lo hizo.
Paseó por cada corredor con parsimonia, disfrutando del contacto de su mano con cada mueble que hallaba a su paso. Se miró en un espejo que colgaba de la pared y admiró su cabello seco, algo que no volvería a ver. Lo tocó también por última vez sin estar mojado, notando lo sedoso que era.
Descendió y pasó entre el objeto de tres brazos y el reloj que tanto le habían maravillado. Se tomó su tiempo para despedirse de cada uno, aunque en esta ocasión no tocó la luz que tanto daño hacía. Les sonrió y puso la mano en el pomo de la puerta. Pero, antes de abrir, escuchó un temible rugido.
Miró hacia atrás, asustada. Aunque había sonado lejano, no tuvo ninguna duda de que procedía del interior del castillo. Ruidos sordos y más rugidos llegaron a sus oídos. Tragó saliva. ¿Qué clase de criaturas vivían allí? Algún monstruo despiadado, quizás.
Se había dejado engañar. Recordó multitud de cuentos que había escuchado de su abuela, cuentos que decía que provenían de los humanos, en los que se hablaba de niños perdidos en bosques que encontraban casas o castillos donde eran acogidos y alimentados para, después, ser comidos por una bruja o una aterradora criatura, como ogros y troles.
Cogió aire y lo soltó lentamente. No. No sentía miedo. Ella provenía de un lugar en el que los más temibles animales nadaban a sus anchas, devorando sin piedad cuanto encontraban a su paso. Sin embargo, no iba a quedarse y averiguar quién era el autor de los rugidos. Estaba a punto de regresar y nada se lo iba a impedir.
Se giró. En ningún momento había retirado la mano del pomo de bronce. La puerta se abrió sin que ella hiciera esfuerzo alguno. Atravesó el paseo de árboles floridos. Le habría gustado detenerse y disfrutar horas y horas de todo aquello, pero no debía arriesgarse. Se despidió de toda la belleza que sus ojos recorrían con cada paso y se plantó ante la verja cerrada. Miró atrás por última vez, admiró el esplendoroso castillo y cuanto lo rodeaba, y la verja se abrió, permitiéndole salir de allí para siempre.
El invierno la saludó al otro lado, y se arrepintió de no haberse puesto los zapatos y nada de abrigo. Corrió sin descanso hasta la playa, cayéndose en más de una ocasión, donde el océano la esperaba tranquilo, sosegado, deseando abrazarla. Eso quería imaginar.
Sus pies avanzaron hasta que las aguas le cubrieron las piernas y la cintura. La joven cerró los ojos, aspiró aquel maravilloso aroma y esperó el cambio. Un cambio que nunca llegó. Seguía teniendo piernas y pies. Abrió los ojos.
—¿Por qué?
Creyó que tal vez debía sumergirse por completo. Ella era una sirena, vivía bajo el agua. Le pareció lo más lógico. El agua estaba fría, no era nada agradable, pero sabía que no duraría mucho esa sensación. Se equivocaba. Al sumergirse por completo nada cambió. Sintió más frío y cómo le faltaba el aire, algo que nunca antes había sentido. Emergió y saboreó el oxígeno.
¿Qué clase de broma era aquella? Se dirigió hacia la orilla, temblando. Se abrazó mirando al océano.
—¿¡Por qué!?
No obtuvo contestación. Sin embargo, ella creía conocer la respuesta a su pregunta.
Pateó las aguas con rabia, gritando todo lo que venía a su cabeza, aunque no tuviera ningún sentido. Así se mantuvo hasta que se cansó y se dejó caer de rodillas, llorando con frustración. Solo sabía una forma de descubrir la solución, pero esa forma no iba a ir nadando hasta ella...
—¡Aneris!
Esa voz provenía del mismísimo océano.
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La maldición de los reinos (Reinos Malditos)
Novela Juvenil✨Érase una vez un reino sin recuerdos, un príncipe maldito y una princesa hechizada. Pero ¿qué pasaría si la sirenita nadara al castillo de la bestia? Aneris ansía conocer el mundo humano, y a causa de su deseo se verá envuelta en un viaje lleno de...