Capítulo 20

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Le había dado vueltas sin cesar a ese recuerdo que había permanecido latente en su interior. Él y la niña rubia en una cueva llena de fruta, esperando a que el lobo regresara. Y lo había hecho, cuando la noche había caído y las lunas brillaban más llenas que nunca. Ambos niños se asustaron por la oscuridad, mas fue peor ver aparecer al animal con una mirada hambrienta y mostrando los dientes. Por puro instinto, él se había puesto delante de ella para protegerla. Tiró al lobo piezas de fruta que no le detuvieron. Le apartó de un arañazo y se lanzó a por la niña. Esta recibió un mordisco en el hombro. Él se recuperó y se lanzó al cuello del animal, pero era más fuerte y no consiguió nada. De no haber sido por un cazador que apareció en ese momento, ambos estarían muertos.

No quiso seguir contemplándolas a través del espejo después de que Rubí despertara aquel recuerdo, así que dejó pasar la noche tratando de olvidarlo de nuevo. Se sentía todavía culpable por no haber podido ayudarla. Era un niño, sí, pero sabía que podía haber hecho más. Eso no le excusaba.

Aquella mañana también se plantó delante del espejo nada más despertar, aunque fue por poco tiempo. Lo último que vio fue a Aneris y Día ir juntas al mercado. No le gustaban los mercados. Nunca había estado en uno, se basaba en lo que veía: caos, suciedad y muchedumbre. Esto le agobiaba. Por ello, había decidido despegarse del espejo y salir a los jardines a disfrutar de un poco de aire fresco. Sentía afinidad con la naturaleza, algo que nunca antes había sentido. Nunca se había parado a pensar en la belleza de un árbol ni en la compañía que podían hacer unas flores. En el pasado, perder el tiempo con ello le había parecido una cursilada absoluta. Recordaba haberse mofado de aquellos que simplemente se sentaban a observar un jardín, el océano o el bosque. Personas que decían que los inspiraba para crear melodías o historias que contar. Y empezaba a comprenderlo: la naturaleza inspiraba. A él no se le ocurrían historias, y mucho menos una composición melódica, pero estar en la naturaleza le relajaba. Aunque también le preocupaba. ¿Eso significaba que cada día era menos humano? ¿Cada día se sentía más parte del mundo animal que del suyo?

Paseó cerca de la fuente. Admiró los peces dorados que nadaban sin control en su interior y envidió su libertad.

«Están en una fuente, no pueden nadar libremente. ¿Y a eso le llamas libertad?», dijo una vocecilla en su cabeza.

Era cierto. Allí carecían de total libertad. Pero, por otro lado, gozaban de seguridad. En un río corrían el riesgo de ser devorados por peces mayores e incluso aves pescadoras. En su fuente no tenían preocupaciones. Y entonces lo comprendió. Era esto lo que envidiaba de ellos. Que no tenían que preocuparse por ningún depredador ni por nada. Y nadar despreocupados era nadar libres.

Él siempre había tenido preocupaciones: si su pelo estaba en su sitio, si su ropa estaba impecable, si sus modales eran los adecuados. No podía cometer un solo error delante de los reyes, tenía que mostrarse como el príncipe que era, el digno heredero de la corona. Recordando, se dio cuenta en aquellos momentos de lo absurdas que eran estas preocupaciones. ¿Qué más daba si un pelo estaba fuera de lugar? Ahora su pelo era una maraña de nudos, que cubría cada parte de su cuerpo.

Quizás ni siquiera importase tanto el tiempo que pasaba con los sirvientes. Sí, eran plebeyos, poca cosa para él, pero recordaba haberse sentido a gusto a su lado, incluso feliz, y no desdichado como ahora.

Sabía que sus padres lo habían hecho por su bien, pero a veces le habría gustado que fueran más tolerantes, que trataran de comprenderle.

Y, mientras le daba vueltas a todo esto, la vio. Su ceño se frunció. En una zona cubierta de enredaderas, con varios rayos de sol iluminándola mágicamente, una rosa violeta se alzaba imponente. Se acercó y examinó los alrededores, pero era la única que había. Pocos días después de su transformación había destrozado, como el animal en que se había convertido, todos los rosales que había en sus dominios. Se había llevado más de un pinchazo a cambio, pero ni siquiera lo había notado. Solo había sentido ganas de destruir aquello que podía ayudarle y a la vez le condenaba. Al parecer, una se había salvado y había logrado abrirse camino, creciendo bella y radiante. La observó detenidamente. Alzó la garra, dispuesto a acabar con ella, mas no fue capaz. La rosa violeta le miraba con esperanza, pudo sentirlo en su interior. No sabría explicar cómo, quizás lo estuviera imaginando. Pero lo sintió. Y la dejó brillar.

Pasó varias horas allí sin apenas percatarse. Cuando algo en su interior rugió pidiendo comida, se dio cuenta de lo tarde que se había hecho.

Como siempre, la comida le esperaba y, cuando dio el primer bocado con ansia, la notó fría. Rugió con todas sus fuerzas a modo de queja. Era el dueño y señor del castillo y debía ser atendido como se merecía. Encontrarse la comida en ese estado era un insulto para él. Destrozó jarrones y cuadros, desgarró tapicerías y volcó muebles hasta que consideró que era suficiente, y que así entenderían que debía ser tratado con respeto si no querían sufrir las consecuencias... cuando recuperase su verdadero ser.

El resto de la tarde la pasó en la biblioteca tratando de seleccionar una nueva lectura. Se enfadó consigo mismo por no poder elegir una acorde con él; todas las que le llamaban la atención tenían magia, bellas princesas, apuestos príncipes, aventuras y una historia de amor. Él no leía esas cosas. Las historias de ese tipo eran para chicas y remilgados. Y para quienes tenían finales felices.

La maldición de los reinos (Reinos Malditos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora