Capítulo 51 (Tercera parte: La reina malvada)

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Si Aneris no hubiera visto las caras sombrías de sus hermanas y la ausencia de su padre en la primera comida, habría pensado que todo había sido una pesadilla.

Ahora los nagas circulaban por la ciudad Nácar controlando cuanto hacían sus habitantes. Nadie podía abandonarla sin su permiso, y había un toque de queda; al terminar sus quehaceres diarios, los seres oceánicos debían volver inmediatamente a sus hogares.

Nadie probaba bocado. Todo parecía más oscuro y frío de lo que Aneris recordaba. La bestia, la bruja, el hechizo... Todo había sido real. Y, de nuevo, todo había sido culpa suya.

Se marchó dejando su plato intacto y fue en busca del rey del océano. Le encontró sentado en su trono con la mirada perdida. Su barbilla se apoyaba en su puño y su codo en el reposabrazos. Antes de entrar, Aneris le observó bien. Se le veía derrotado. Nunca le había visto así, salvo cuando su madre...

—¿Padre...?

Océano levantó sus ojos celestes unos instantes para observar cómo su hija se acercaba a él nadando suavemente.

—Padre, lo siento...

Él negó con la cabeza de forma imperceptible, pero esto no hizo que Aneris se sintiera mejor. Sabía que le había decepcionado. Por su culpa había perdido el trono, su poder... y la libertad de todos.

—Quiero arreglarlo —se atrevió a decirle.

El hombre oceánico la miró durante un buen rato y ella pudo percibir la lucha que se libraba en su interior.

—Ya has hecho suficiente —le dijo con severidad—. Te quedarás dentro de palacio bajo estricta vigilancia.

—Pero, padre...

—No hay más que hablar.

Hizo un gesto para que la princesa sirena se retirara. No quiso insistir. Pocas veces le había visto enfadado, mas sabía, todos lo sabían, que el rey del océano era terrible cuando montaba en cólera. Lo mejor era aceptar sus órdenes sin rechistar.

Aneris de marchó tras echarle una última mirada de disculpa.

Mientras se alejaba sin un rumbo fijo, dentro de sí brilló cada vez más su intención de arreglarlo. Haría lo que fuese, le costara lo que le costara. Había fallado a demasiadas personas por sus errores: a su padre, a sus hermanas, a su abuela, a Día, a Rubí y a él. A la bestia. A Adrien.

Supo a quién acudir.

Enseguida se dio cuenta de que dos guardias reales la seguían a una distancia prudente. Los maldijo para sus adentros, pero en aquellos momentos no le importó tanto.

Su abuela estaba sentada sobre una gran concha, acariciando un delfín rosado de pequeño tamaño. Alzó los ojos y sonrió a su nieta con cariño. La joven sintió su calidez. Era la primera que le sonreían en todo el día.

—Abuela..., ¿tú no me odias?

Titania dejó de acariciar al animal, que se alejó nadando.

—Nadie te odia, cariño.

—No sé yo... —Agachó la cabeza.

La mujer le hizo un gesto para que se sentara a su lado y rodeó sus hombros con ternura.

—Todos cometemos errores.

—No creo que a esto se le pueda llamar error, abuela.

—Deberías tener claro que todo lo que ha sucedido no es culpa tuya, Aneris. —La joven sirena levantó la mirada hacia su abuela—. Esto habría sucedido tarde o temprano, con tu intervención o sin ella. Nessarose llevaba tiempo planeándolo. Tú has sido un peón en su juego. Todos lo hemos sido.

Enredó suavemente sus manos en los cabellos de su nieta, que se sintió reconfortada.

—Quiero arreglarlo —afirmó con seguridad.

La mujer vio la decisión en los ojos de ella, la firmeza, la valentía, y supo que, le dijera lo que le dijera, no podría hacer que cambiara de opinión. Suspiró.

—Necesito tu ayuda, abuela. Ya sufrí una vez la Maldición del Océano y estoy segura de que hay otras formas de volver a ser humana. Y sé que tú las conoces.

La menor de sus nietas siempre había sido muy perspicaz. Era algo que había heredado de su padre.

—Aneris..., podría ser peligroso.

—Debo hacerlo. Abuela, por favor.

Titania miró a los ojos a su nieta una vez más. Le apartó un mechón de su níveo rostro y asintió.

—Hay otra forma, sí. —Miró alrededor para comprobar que estuvieran solas. Fuera de la estancia había dos guardias reales que habían seguido a la joven hasta allí, pero a esa distancia no eran capaces de oírlas—. Ir a la playa, tumbarte en la arena y entregar tu voluntad a un ser terrestre. Tiene que ser al primero que veas.

—¿Qué? —se escandalizó—. ¿Entregar mi voluntad? ¿Qué quiere decir?

—Antiguamente las sirenas y hombres oceánicos ansiaban salir del océano, enamorarse y vivir aventuras. Descubrieron que prometiéndose amor eterno con un ser terrestre podían cumplir sus sueños. Pero las divinidades oceánicas actuaron en consecuencia: quien lo quisiera podría ir al mundo terrestre, pero con una condición: tendría que entregar su voluntad al primero que apareciera y viera a la sirena u hombre oceánico. —Su nieta la miró impaciente. A su abuela le encantaba irse por las ramas con las explicaciones. Los cuentos con ella muchas veces eran interminables—. Ya, ya llego. Entregar tu voluntad significa que el ser terrestre en cuestión tendrá poder sobre ti y tú tendrás que obedecerle en todo lo que pida. Si no lo haces, regresarás al océano y nunca más podrás entregar tu voluntad a otro.

—Así que quienes quieran salir de las aguas o se someten y cumplen cuanto se les ordena para poder vivir en el mundo terrestre, o vuelven al océano sin la oportunidad de cumplir sus sueños...

La mujer asintió y la joven pensó que aquello era una maldición en toda regla. Al menos la que ella había sufrido por desobedecer antes de cumplir su mayoría de edad no había sido para tanto. Aunque en su momento se lo pareció.

—Sabes que puede ser un impedimento para tu propósito, ¿verdad?

Aneris asintió sin responder. Lo sabía, pero tenía que intentarlo con los medios de los que dispusiera. Y si ello quería decir que debía someterse a un ser terrestre, lo haría. Miró de reojo a los guardias. Tendría que burlarlos de alguna manera. Se sentía mal por engañar a su padre, sobre todo al pensar en la nueva decepción que supondría para él en cuanto se enterase. Pero si no lo intentaba no se lo perdonaría.

Esa misma noche lo llevaría a cabo, cuando todos durmiesen.

La maldición de los reinos (Reinos Malditos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora