Capítulo 39

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Despertó tarde. El dolor apenas le había dejado conciliar el sueño. Había sufrido toda la noche un tormento que era incapaz de describir.

El príncipe se había dado cuenta de que algo le pasaba y había ordenado a un soldado que la acompañara a su habitación, aparte de que acudiera enseguida el médico real. Este no había hallado nada raro en la joven y ella, con mucho esfuerzo, le había sonreído para aparentar que todo estaba bien. Solo que no lo estaba. Sus piernas recibían miles de pinchazos invisibles. Y así fue como pasó la noche, sin saber qué hacer para calmar el dolor. Hasta que llegó el amanecer y todo desapareció. Y pudo al fin conciliar el sueño.

Una sonrisa floreció en sus labios. La esperanza había inundado su corazón la tarde anterior y todavía se mantenía en él.

El príncipe era frío y distante. Había levantado un muro sólido a su alrededor para impedir la entrada a cualquiera que lo intentase. Pero ella rompería ese muro y llegaría hasta él. Estaba decidida.

La bestia le había robado el corazón.

El príncipe no sabía que lo tenía.

Desayunó sola. Esto le trajo recuerdos de su anterior estancia en el castillo. Rememoró su primer encuentro con la bestia y sonrió nostálgica. Había descubierto tanto, había sentido tanto... Y lo había estropeado todo por su curiosidad. La sonrisa se borró de su rostro. Que el príncipe no la recordara era culpa suya.

Por tocar la rosa.

Por tocar el libro.

Por su estúpida curiosidad sin límites.

Se levantó con decisión al dar el último sorbo a su zumo y fue en su busca.

Como el día anterior, el castillo rebosaba vida. Los sirvientes la saludaban sin detenerse de sus quehaceres. Ella les preguntaba por señas dónde encontrarle, pero algunos no la entendían; otros se encogían de hombros.

Terminó por desistir. Era un príncipe, seguramente tenía cosas más importantes que hacer que estar con ella.

Acabó en una habitación con mesas y diversos juegos que desconocía. Se acercó hasta una de ellas con un tablero de casillas negras y verdes delimitadas por líneas doradas. A uno y otro lado había dispuestas varias figuras de cristal, muy bien ordenadas. Unas eran verdes y las otras negras, y ambas estaban perfiladas de dorado. Eran muy bonitas. Cogió una para observarla mejor: era el busto de un caballo. Otra era una reina preparada para la guerra. La de su lado era un rey.

—¿Sabes jugar al ajedrez?

La voz de la nodriza la sobresaltó. No la había escuchado entrar.

Negó con la cabeza.

—¿Te gustaría aprender?

Aneris asintió. ¡Se moría de ganas! Era un juego muy bonito, y estaba segura de que también le gustaría saber jugarlo.

Se sentaron una frente a la otra. Aneris eligió las piezas verdes.

—Colócalas como yo en el tablero. Mira: esta es la reina. A su lado va el rey. Los dos alfiles, los caballos y las torres. Delante de todos ellos van los peones. El objetivo es, mediante una serie de movimientos que ahora te enseñaré, llegar a atacar al rey del oponente, de tal forma que no pueda defenderse. Esto es el «jaque mate». Así es como finaliza el juego. ¿Lo comprendes?

La sirena asintió con cara de concentración. No quería perderse una sola palabra.

A continuación, la nodriza pasó a explicarle cómo se movía cada pieza y una vez que estuvo segura de que su contrincante lo había captado todo bien, comenzaron el juego.

Aneris puso todo su empeño en ir a por el rey negro en las primeras partidas, dejando al suyo completamente desprotegido. La nodriza se lo hizo ver y en las siguientes prestó más atención a su rey a la par que se lanzaba a por el otro. No ganó ni una sola vez, pero le fascinó aquel juego de estrategia. Se les pasó la hora de comer, tan entretenidas como estaban. La nodriza finalizó una partida —dando jaque mate al rey de Aneris— y se levantó para llevarla a comer algo. La sirena protestó dando un golpe en la mesa y volviendo a colocar sus piezas. Le pedía una partida más. La nodriza sonrió.

—Pequeña, si quieres continuar, deberás reponer fuerzas, ¿no crees? —La joven resopló—. Además, tengo cosas que hacer en el castillo, ya he dejado de lado demasiado tiempo mis tareas.

La sirena tuvo que aceptar dejar el juego e ir a comer. El comedor estaba vacío, pero la mesa, dispuesta para ella. Seguramente el príncipe habría comido sin esperarla. O quizás la habría esperado y se había cansado al no verla aparecer.

Cuando terminó no le apetecía reanudar su búsqueda por el castillo, así que decidió ir a la biblioteca y enfrascarse en un buen libro. No podría leer en voz alta como le gustaba hacer para mejorar, pero ello no le impediría leer en su interior y disfrutar con una buena aventura.

Al llegar, antes de perderse por las estanterías, vio en una mesa varios papeles amarillentos y una pluma en un tintero. Se miró las manos. También podría intentar mejorar su escritura. No estaba muy segura de que le pudiera servir para algo, pero le apetecía mucho aprender.

Así podría contar sus historias aunque no pudiera hablar.

Historias que quizás él querría leer.

El corazón le dio un vuelco solo de pensarlo.

Se sentó, colocó un papel delante de sí y cogió la pluma. Optó por escribir su nombre hasta que saliera algo decente y legible.

Así pasó gran parte de la tarde, hasta que decidió que ya dominaba su nombre y podría escribir algo más.

«Me llamo Aneris y vengo del océano».

—¿Aneris?

Dio un respingo y volcó sin querer el bote de tinta, pero ella no se dio cuenta del estropicio. Sus ojos se cruzaron con unos marrones que la tenían cautivada. El príncipe colocó el tintero pasando junto a ella y dio la orden de que limpiaran.

Se quedaron de pie en silencio mientras los sirvientes hacían su trabajo. Aneris estaba avergonzada por lo que había provocado.

—Escribir solo en mayúsculas es muy cansado y ocupa demasiado espacio. No puedes unirlas, por lo que se hace más incómodo escribirlas. —El príncipe tomó asiento y la invitó a sentarse a su lado—. Es mejor que practiques las minúsculas. Cuando las domines podrás darles tu estilo. Cada persona escribe de una forma diferente.

Ella se sentó de nuevo, contenta por estar con él aprendiendo a mejorar su escritura.

El joven cogió la mano de ella, que sostenía de nuevo la pluma, y la sirena sintió un cosquilleo nervioso en su interior por aquel contacto. El príncipe la llevó al tintero y le ayudó a escribir su nombre.

—Así sería en minúsculas.

Ella lo leyó y le gustó. Le tendió la pluma para que él escribiera su nombre. El joven comprendió, mojó la pluma y lo escribió justo debajo del de ella.

«Aneris».

«Adrien».

La maldición de los reinos (Reinos Malditos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora