Capítulo 38

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Aquella mirada índiga logró estremecer su ser. Sintió un cosquilleo, más intenso que el que sintió en la playa. Se la quedó mirando sin comprender cómo alguien podía provocarle tales sensaciones.

No conocía a esa muchacha, no recordaba haberla visto jamás en su reino. Y, sin embargo, había algo en ella que le resultaba conocido, agradable y cálido.

—Hola...

Ella le regaló una dulce sonrisa que volvió a estremecerle.

—Sé bienvenida. Podrás disponer de cuanto necesites el tiempo que necesites.

Aneris asintió, agradeciéndole el ofrecimiento.

Varios minutos de silencio los envolvieron.

Él no sabía qué decir.

Ella no podía hablar.

—Si me disculpas, debo atender unos asuntos.

Adrien hizo una reverencia y salió de la biblioteca, queriendo dejar atrás la sensación inexplicable que le recorría de arriba abajo.

En realidad, no tenía nada que atender, pero necesitaba despejar sus ideas. Aquella muchacha había conseguido nublar sus sentidos con su sola presencia. Estaba confuso.

Pasó el resto del día ocupado con los preparativos de su coronación. Quedaban apenas unos días y sus nervios aumentaban conforme llegaba el momento. Ya no solo era por llevar un reino a solas. En cuanto la corona estuviera sobre su cabeza, tendría una nueva misión: buscar esposa. Así lo estipulaba la ley, una antigua ley establecida para todos los reinos: si un hombre o mujer era coronado sin estar casado o prometido, debía hacerlo en el plazo de un año. ¡Un año! ¿A quién se le había ocurrido semejante estupidez? Antes lo había visto suficiente. Ahora no. Él no quería un matrimonio de conveniencia como los que muchas veces surgían para establecer lazos entre familias nobles y reales.

«¿Y qué esperas, enamorarte?». Se rio de sí mismo. El amor, algo tan sobrevalorado. Él no lo había llegado a conocer. La única muchacha que le había interesado dejó de mostrar interés por él rápidamente, alegando que se había enamorado de un mozo de cuadras. ¡Un vulgar plebeyo! Él, que la colmaba de joyas y lujosos vestidos, había sido rechazado y abandonado por alguien que no podía ofrecerle ni la más mínima riqueza. Y no lo comprendía. ¿Qué tenía aquel sirviente que no tuviera él? Nada. Absolutamente nada. Amor, había dicho ella.

El amor no existía más que en los cuentos de hadas, donde príncipes y princesas compartían verdaderos besos que lograban romper hasta el más oscuro hechizo. Fuera de ahí solo existían relaciones de conveniencia. Todas lo eran, aunque a veces se negara.

Antes de caer la noche acudió al comedor para cenar. Había días que prefería adelantar su cena para luego poder disfrutar de una buena dosis de astronomía en la torre del jardín. En esas ocasiones cenaba solo, con el fuego crepitante como única compañía.

Ya había alguien sentado a la mesa.

—¿Qué haces tú aquí? —le preguntó bruscamente—. Un príncipe no comparte su cena con cualquiera.

Era la joven de la playa, pero había cambiado su vestido por uno amarillo pálido con bordados en color blanco perla.

Ella le sonrió como respuesta y él alzó una ceja, molesto.

—¿Acaso no me has oído?

La muchacha asintió, pero no hizo amago de levantarse, sino que extendió el brazo ofreciéndole asiento a su lado. Adrien se sintió desconcertado. Nadie, jamás, había actuado así con él, ni había osado desobedecerle. Y eso le intrigó.

No pudo evitar fijarse nuevamente en su belleza y preguntarse de dónde provendría mientras tomaba asiento en su sitio habitual, presidiendo la mesa, dejando a su acompañante a su derecha.

Enseguida llegaron varios sirvientes con la cena, que constaba de una ensalada de frutos rosas y codornices.

Adrien se fijó en cómo la chica miraba la ensalada, evaluando su contenido. En sus ojos se reflejaba el desconocimiento absoluto y eso le llamó la atención.

—Son frutos del Bosque del Invierno Mágico. Supongo que no eres de por aquí.

Ella negó con la cabeza antes de llevarse uno de los frutos a los labios. Lo masticó con delicadeza y sonrió.

—¿Vienes de alguna parte del océano? Una isla, otro continente...

La muchacha le miró y asintió con energía y otra de sus dulces sonrisas.

—Entonces debes de tener un montón de historias que contar —comentó con admiración.

Ella abrió la boca y enseguida recordó que no podía hablar. Se llevó la mano a la garganta y bajó la mirada, triste.

—Lo siento... Ha sido muy descortés por mi parte, yo...

Desvió la mirada, maldiciéndose a sí mismo por su falta de tacto. Su nodriza ya le había informado de que la invitada no era capaz de hablar.

Sintió un contacto cálido en su muñeca derecha y miró. La mano de ella estaba posada ahí. Le dedicaba una tierna sonrisa que descolocó al príncipe por completo. En ella había dulzura y cariño... Una agradable sensación recorrió el cuerpo de Adrien, que se perdió en aquella mirada oceánica.

Poco a poco la oscuridad se cernió sobre ellos mientras cenaban. De repente, el rostro de la muchacha reflejó una terrible expresión de dolor.

La maldición de los reinos (Reinos Malditos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora