Capítulo 59

249 40 1
                                    

Al salir de la casa se quedó parada. No sabía a dónde tenía que dirigirse, pero entonces volvió a sentir la llamada y lo tuvo claro: al bosque. Encaminó sus pasos hacia allí, deseando no tener que internarse demasiado en él. No quería volver a correr el riesgo de perderse.

Se mantuvo cerca de la linde, caminando entre los árboles y mirando continuamente a su alrededor. Escuchó aullidos lejanos, lo suficiente como para que no tuviera que preocuparse. Se envolvió bien en una capa que había cogido en casa de Día.

Sus ojos se clavaron más allá de los árboles, en la dirección en la que sabía que estaba el castillo. En la dirección en la que estaba él. Le dedicó unos pensamientos y le volvió a prometer que le liberaría. A él y a los reinos de ambos.

Recordó su mirada, su sonrisa y el roce de su mano cuando leía con ella. Nadie jamás le había hecho sentir tanto como él. A Adrien le debía el haber descubierto el amor. Le debía el haber sentido el agradable cosquilleo de mariposas que había llenado su interior en su presencia. Le debía el haber encontrado su sitio en el mundo.

Iba a luchar por él.

Volvió a la realidad cuando una gélida brisa revolvió su cabello. Le preocupaba tardar en cumplir su promesa por culpa de aquel ser que la tenía a su merced. ¿Qué le pediría que hiciera? ¿Cuánto tendría que soportar hasta ser libre? Y lo más importante: ¿cómo lograría su libertad?

—¡Aquí estás! Así me gusta, muy obediente... —El ser rio de su propio comentario mientras aparecía entre los árboles.

Llevaba ropas doradas a juego con sus ojos, y muy extrañas, a juicio de Aneris. Parecían hechas de plantas únicamente, y se preguntó si existirían las plantas de oro. El pelo negro estaba recogido en una coleta con adornos del mismo color que su atuendo.

—Tráeme una flor invernal —ordenó y dio una palmada.

La sirena se quedó extrañada ante tal petición, pero obedeció al momento. Gracias a Día sabía qué flores eran las invernales: tallo largo y negro con pétalos azul zafiro rodeando en espiral un capullo oscuro. Servían para elaborar perfumes.

Por suerte, en aquel bosque eran abundantes por su invierno eterno. Halló un buen matojo cerca de donde estaban, junto a un árbol. Arrancó una con sumo cuidado de no estropear las demás, se la llevó a la nariz y aspiró con gusto el aroma. Y recordó la rosa violeta del castillo de la bestia. Ninguna flor se le podía comparar, ni en belleza ni en olor.

Regresó donde la esperaba la criatura y le tendió la flor. Él no la cogió, sino que aplaudió encantado.

—¡Muy bien! Veo que vas a acatar mis órdenes por muy raras que te parezcan.

—¿Solo ha sido una prueba? —preguntó contrariada, aunque sin mostrarlo.

Claro, había sido demasiado fácil. No iba a pedirle algo tan simple, por supuesto que no.

Seguía con la mano extendida mientras él la miraba con ojos divertidos.

—Bueno, llámalo ensayo, ya que sí quiero que me traigas una flor. Una flor muy, muy especial —dijo con un tono de misterio que no gustó nada a Aneris, quien por fin bajó el brazo y le escuchó con atención—. Quiero la Rosa Escarlata.

Aneris entrecerró los ojos, pensativa.

—¿No pertenece a una leyenda?

Él soltó una carcajada y respondió:

—Ay, qué inocente. ¡Todas las leyendas tienen algo de verdad! ¿Lo sabías? Cada reino posee un objeto mágico, pilar fundamental de la región. Igual que tu reino posee el Cetro Azur, este, la Rosa Escarlata.

—¿Y cómo sabré dónde encontrarla?

El ser rio con ganas.

—Querida, qué ingenua. —Paseó sin dejar de sonreír alrededor de la joven, que no le siguió con la mirada, aunque no se perdía palabra—. Has visto esa rosa con tus propios ojos, incluso has tenido el honor de pincharte con ella...

Los ojos de ella se abrieron con horror y se giró bruscamente para mirarle.

—¿Qué? ¡No puedo...!

La rosa de la que él estaba hablando era la que había en el castillo del príncipe, en la torre, suspendida sobre un libro que representaba la maldición que pesaba sobre él. No podía creer que le estuviera pidiendo que le robara precisamente a Adrien.

—¿Qué podría pasar si la toco? —preguntó preocupada.

—Ah, no te preocupes, poca cosa. —Sonrió—. Simplemente el hechizo del principito será permanente.

Aneris ató cabos.

—Si la toco, él será siempre una...

—... bestia —terminó él con jocosidad. Parecía divertirle la situación.

—No..., no puedo hacer eso... —musitó ella negando con la cabeza y mirando al suelo.

—Claro, muchacha, no importa. —Levantó las manos y las agitó alejándose de ella hacia los árboles—. Nada te obliga, por supuesto...

—¡Espera! —le detuvo, desesperada. Suspiró y añadió, sumisa—: Está bien. Lo haré.

—¡Sabía que podía contar contigo! —Se acercó a ella, aplaudiendo entusiasmado.

Aneris no quiso mirarle. En su interior deseaba poder deshacer el hechizo y devolver la humanidad a Adrien antes de tener que hacerse con la rosa.

—La quiero dentro de tres días. Ni un día más. —Levantó el dedo poniéndose serio—. Al atardecer del tercer día deberá ser mía.

Dicho esto, desapareció, dejando a la joven con un gran vacío en su interior. Eso no le daba el tiempo que necesitaba.

El sonido de una rama alromperse la alertó. Al dar media vuelta vio, junto a un arbusto, un gran lobogris y blanco mirándola con fiereza.

La maldición de los reinos (Reinos Malditos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora