Capítulo 17

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¿Por qué la gente no creía a Día? Aneris se lo preguntaba mientras paseaba por el pueblo. La anciana se había marchado a su hogar haciendo caso omiso de los habitantes, como si no le importara lo que pensaran de ella. Antes de irse le había indicado a la joven cómo llegar a su casa y había insistido en que se quedara con ella, defendiendo que tras probar sus setas no querría marcharse. Sonrió recordando esto. Día era agradable. También habían sido amables los demás pueblerinos cuando la mujer se había alejado dejándola sola. Se habían interesado en saber de dónde procedía, a lo que ella había respondido que de un lugar muy lejano.

Caminaba con gusto por la avenida principal, fijándose en cada detalle. Se acercó a la ventana de una de las casas que mostraba su interior. Junto al cristal había panes y bollos expuestos. Pudo ver al panadero con su mujer, preparando más delicias. Se le hizo la boca agua, pero se recordó que en cuanto terminase tenía una cena esperándola.

Siguió paseando y disfrutando. Vio niños jugar con algo esférico y otros saltando una cuerda que movían de arriba abajo. Le pareció un juego muy complicado. Vio grupos de mujeres con cestas llenas de frutas, pescado y otros alimentos, hombres que habían regresado de cazar y presumían de sus piezas, adolescentes coqueteando, una anciana que se dirigía a lavar ropa, un hombre mayor empujando un carro de dulces provocando que varios niños se arremolinaran a su alrededor con gritos de alegría, una joven leyendo mientras caminaba, un chico cantando mientras cargaba con un bebé envuelto en pieles... El pueblo estaba lleno de vida a pesar del frío, y eso le encantó.

Había casas grandes y pequeñas, elegantes y descuidadas. Sintió unas ganas enormes de entrar en varias para verlas, pero, en el océano, indagar por residencias ajenas no era de buena educación. Supuso que a los humanos tampoco les gustaría. Se tuvo que contener y conformarse con observar desde fuera, imaginando cómo serían por dentro. Solo conocía el castillo, y se apostaba su colección de conchas preciosas a que el interior de aquellas edificaciones nada tenía que ver con el interior del palacio.

Chocó contra algo.

—¡Ay!

Se frotó la nariz. Ante ella se alzaba la espalda de un hombre corpulento que alardeaba de su caza del día delante de varias muchachas. Se giró malhumorado y la miró con cara de pocos amigos.

—¡Mira por dónde vas!

—Lo siento... —musitó ella.

Las chicas la miraron con el ceño fruncido.

—Bueno, bueno —dijo él sonriente—. No pasa nada. Quédate también y admira mi talento.

Aneris observó el ciervo que yacía a sus pies. No le parecía una gran hazaña. ¡Si él supiera a lo que ella se había tenido que enfrentar en el océano! Se imaginó a ese hombre delante de un tiburón y tuvo que reprimir una carcajada. Saldría corriendo, seguro. ¿Acaso no había cazado un ciervo? Por las historias que había escuchado, los ciervos precisamente eran animales inofensivos.

—Gracias, prefiero seguir con mi paseo.

Los dejó atrás sin prestarles atención. Tenía a su alrededor cosas más fascinantes que ellos. En medio del pueblo había una zona cercada por una verja que le recordó a la que cerraba los jardines del castillo de la bestia. También era negra y rodeaba una zona ajardinada, aunque había algo raro en ella. Se acercó para ver mejor. La oscuridad prácticamente había cubierto el pueblo y ella no se había percatado, absorta en su admiración. Antorchas y lámparas de velas se habían encendido e iluminaban cada calle. También el interior de las casas se había encendido. Pero no aquello que miraba ella, tratando de adivinar qué era.

Diminutos puntos celestes y blancos empezaron a despertar en el interior de la negrura ajardinada, iluminando tenuemente su interior. Rodeó uno de los barrotes de metal con la mano mientras admiraba la belleza y soledad del lugar. Veía piedras talladas en su interior, muchas con forma rectangular, y tumbadas, con inscripciones sobre ellas, o eso apreció en las más cercanas. También distinguió estatuas y lo que parecían casas, aunque bastante pequeñas y con una forma peculiar.

La puerta no estaba lejos de ella, a unos pocos pasos nada más. Una joven con capa y capucha de color rubí salió y cerró tras de sí. Portaba una cesta con una tela blanca tapando el contenido. Al verla, se acercó a Aneris y esta tuvo que alzar la mirada por su altura.

—¿Qué haces en el cementerio?

—¿Cementerio? —repitió la sirena.

—¿No sabes lo que es un cementerio?

La chica de la capucha levantó la barbilla y Aneris pudo apreciar sus ojos oscuros.

Negó con la cabeza. Supo al momento que había cometido un error. ¿Se burlaría de ella como habían hecho los demás con Día? Bajó la mirada.

—Un cementerio es un lugar de enterramiento —explicó la joven de la capucha rubí—. Cuando morimos, reposamos aquí por toda la eternidad. Es una forma de seguir en este mundo, aunque en realidad ya no estemos. —Dirigió sus ojos al interior del cementerio—. Ahí está mi abuela también. He estado visitándola, me gusta llevarle flores. También hago magdalenas, como ella solía hacer cada tarde, y las dejo sobre su tumba. Sé que son pasto de algún animalillo, pero me hace sentirla más cerca.

—Es bonito. —Aneris siguió su mirada—. Poder visitar a un ser querido aunque ya no esté... —dijo con añoranza.

—¿Cómo lo hacéis en tu reino? ¿Qué pasa cuando... morís?

—Los restos reposan en el océano.

Aneris se encogió de hombros sin dar más explicaciones. Le había dicho la verdad. Al morir se convertían en espuma que era arrastrada por las corrientes oceánicas, cuidando el reino pelágico. No tenían ningún lugar que representara a los muertos. Nada había que pudiera conectarlos con quienes ya no estaban entre ellos. La sirena nunca se había parado a pensarlo y, ahora que lo hacía, se daba cuenta de lo triste que era. A ella también le gustaría tener un sitio al que ir donde poder dejar flores acuáticas y sentirse más cerca de ellos.

—¿Y qué son esas luces? —preguntó señalando los puntos blancos y celestes que la tenían hipnotizada—. Me recuerdan mucho a las noctilucas.

—¿A las qué?

—Son unos seres oceánicos que brillan.

—Ah... Son fuegos fatuos. Así los llamaban nuestros antepasados. Qué son en realidad, nadie lo sabe. Hay quien cree que son los espíritus de nuestros seres queridos.

—¿Y tú lo crees?

Ambas cruzaron sus miradas. La chica de la capucha respondió:

—No. Mi abuela me decía que no son más que seres que habitan en los cementerios y les dan vida cuando cae la noche.

Aneris echó un último vistazo a aquella curiosa imagen. Quería memorizarla antes de marcharse a casa de Día.

—¿Dónde te alojas?

—En casa de la anciana Día.

—En ese caso voy contigo. Tengo algunas magdalenas para ella.

Aneris le dedicó una sonrisa que la otra muchacha respondió y caminaron juntas, atravesando un pueblo ahora casi vacío, pues la mayoría de sus habitantes disfrutaban ya de sus cálidas cenas.

La maldición de los reinos (Reinos Malditos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora