Capítulo 61

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—Ten, bebe esto. Te aliviará la resaca.

Día tendió a Aneris una taza humeante. El olor llegó a su nariz y la arrugó, pero se abstuvo de comentar nada. Cogió la taza sin atreverse a mirar a la anciana.

Al volver del bosque había deambulado por el pueblo hasta encontrar una taberna. Había escuchado historias acerca del alcohol y lo que podía llegar a hacer: olvidar, verlo todo posible, fácil e incluso más divertido. Quería experimentar esa sensación, quería convencerse de alguna forma de que podía afrontarlo.

En el océano había unas algas prohibidas a los menores que provocaban algo parecido. Antes de la mayoría de edad, muchos se hacían con ellas a escondidas para probarlas. Aneris nunca las había probado: no le atraía lo más mínimo embriagarse. Al menos por aquel entonces.

Enseguida varios la invitaron a una bebida amarillenta con espuma blanca. Observó que algunos hombres bebían varios tragos de una vez y, queriendo imitarlos, hizo lo propio. En cuanto el líquido entró en su boca y sintió su sabor, lo escupió asqueada, provocando las risas de aquellos que prestaban atención a la recién llegada. En su segundo intento se contuvo y dio un buen trago seguido de otro y otro más.

Recordaba un agradable calor y un mareo que no le permitía avanzar más de dos pasos sin tener que agarrarse a algo para mantener el equilibrio. No sabía cómo ni cuándo había salido de la taberna. Recordaba la noche, la brisa primaveral... y al lobo blanco y gris de nuevo.

Dio varios sorbos a aquel brebaje preparado por la anciana. No fue tan desagradable como esperaba, y el malestar empezó a remitir poco a poco.

El atardecer se colaba por las pequeñas ventanas de la casa y durante unos momentos Aneris se perdió en las luces del exterior.

—Gracias —se atrevió a pronunciar mirando a la anciana.

Había pasado toda la mañana y parte de la tarde durmiendo. Día no la había molestado en ningún momento, solo había entrado una vez en la habitación para comprobar que la joven estaba bien. Aneris la había escuchado entrar, aunque no tenía claro si había sido o no en sus sueños.

—No tienes que darme las gracias, querida.

Aneris bajó la mirada. Claro que tenía que darle las gracias. Día había hecho tanto por ella sin pedir nada a cambio... Nunca la había juzgado, ni cuando descubrió a qué raza pertenecía.

—Tengo mucho que agradecerte, Día.

La anciana se la quedó mirando con ternura unos instantes. Entonces Aneris supo que no sería capaz de pedirle más. Había acudido a ella por desesperación, pero no se había parado a pensar en ningún momento en todo lo que su aparición había podido suponer para Día. Había trastocado su vida sin pedirle siquiera permiso.

Se levantó, dispuesta a despedirse y marcharse. Ya buscaría la forma de hacerlo sola.

—Día, yo...

La puerta abriéndose la interrumpió. Rubí entró con la caperuza roja puesta y algunos rizos dorados bailando sobre su pecho. Cerró tras de sí, dejó la cesta con frutos sobre la mesa y miró con seriedad a Aneris.

—¿Qué tal si nos explicas lo de anoche en el bosque, Aneris?

—¿Qué...?

La sirena recordó haber visto un lobo blanco y gris en el bosque. Rubí. Abrió mucho los ojos. Día las miró, confusa.

—¿De qué hablas? —preguntó la anciana acercándose a la mesa.

—Anoche vi a Aneris con él —respondió cruzándose de brazos.

La anciana abrió mucho los ojos y los dirigió a la sirena, negando con la cabeza.

—No... Dime que no es cierto.

—¿Él? —preguntó Aneris sin comprender el terror que reflejaba la expresión de la anciana.

La mujer no contestó al momento. Rubí tomó asiento y apartó la cesta a un lado. Día se había acercado a la sirena y cogía sus hombros.

—Aneris, ¿has hecho un trato con él?

—En realidad...

La mujer se llevó las manos a la cabeza.

—¡No tenía elección! —se defendió la sirena.

—Siempre hay elección —musitó Rubí.

—No, no lo entendéis.

—Pues explícanoslo. —La muchacha rubia invitó a Aneris a sentarse, que lo hizo tras la anciana.

—La única forma de volver a ser humana era entregar mi voluntad al primero que viera en la playa. Y fue él quien apareció.

—¿Le entregaste tu voluntad... a él? —Rubí se inclinó sobre la mesa.

—Fue quien apareció. ¿Qué pasa? ¿Qué tiene de malo? —Aneris empezaba a asustarse más de lo que ya estaba.

—Querida niña, ese ser al que has entregado tu voluntad es un duende malvado. No quedan muchos ya, de hecho hace años los creíamos extintos. Conceden cuanto se les pide a cambio de algo que nunca es agradable, y mucho menos bueno. Solo miran por su propio beneficio. Se dice que existió uno que, a base de tratos, estuvo a punto de hacerse con todo un reino.

Aneris se estremeció. Aquel ser le había pedido la Rosa Escarlata, a saber para qué fin. ¿Y si planeaba usarla con algún propósito oscuro?

—¿Qué te ha pedido? —inquirió Rubí entrecerrando los ojos.

La sirena tragó saliva antes de responder:

—La Rosa Escarlata.

Anciana y muchacha se miraron preocupadas.

—No puedes dársela —negó Rubí con rotundidad mientras Día se limitaba a suspirar.

—¡Si no lo hago volveré a ser una sirena y no podré arreglar todo esto! —Se levantó y puso las manos sobre la mesa. Le temblaban, pero sus ojos mostraban valor. La rubia se sorprendió.

Aneris se guardó para sí lo que sucedería si tocaba la rosa. No lo sabían y era mejor así.

—Existe una forma de liberarte. —Día acarició su brazo para tranquilizarla—. Basta con que averigües su nombre.

Aquello preocupó más a Aneris en lugar de darle esperanzas. ¿Cómo iba a averiguar el nombre de aquel ser?

Pero algo llamó su atención y la apartó de su preocupación en ese momento. Miró a la anciana a los ojos y le preguntó:

—¿Cómo sabes tanto de él?

Día y Rubí intercambiaron sendas miradas cómplices. La joven rubia asintió, infundiéndole ánimos. La anciana empezó a hablar con la cabeza gacha.

—Porque yo también me vi obligada a hacer un trato con él... y se quedó mi varita. —Levantó los ojos y los posó en los azules de Aneris—. Soy un hada madrina, Aneris.

La maldición de los reinos (Reinos Malditos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora