Capítulo 12

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Varias tardes seguidas, la bestia tuvo que soportar en su corredor la aparición de la joven llamada Aneris, cuyo nombre sabía gracias al espejo, cuando se la mostraba hablando consigo misma. Siempre iba a la misma hora. Después de comer, se plantaba allí, puntual, y esperaba a que apareciera. Si osaba retrasarse, ella hacía amago de adentrarse más en el pasillo, a sabiendas de que aquello le enfurecía.

Y siempre le hacía la misma pregunta:

—¿Me acompañas al pueblo?

—¡No! —le respondía él, cada vez más harto de la situación.

La había amenazado con encerrarla en las mazmorras, con expulsarla, pero ella no desistía en su empeño. Además, sabía que sus sirvientes se opondrían a ello y, por mucho que él fuera el señor del castillo, en aquellas condiciones no podía doblegarlos como le gustaría.

Y, por si fuera poco, a veces Aneris se entrometía en sus paseos nocturnos. Intentaba convencerle para que le leyera alguno de sus muchos libros de la biblioteca, pero él rugía de mala manera o le respondía que no pensaba mantener una conversación con una vulgar plebeya y mucho menos leerle un estúpido libro. Y ella se había reído ante esto. Sí. Había reído largo rato. Esta actitud le había descolocado por completo. Ella no parecía temerle. No le miraba con miedo. Y se reía delante de él. Seguramente de él, cosa que le gustaba más bien poco, mas no dejaba de ser sorprendente que alguien fuera capaz de reír en su presencia.

Y por fin llegó el día en que ella no apareció en su corredor. Ya la estaba esperando oculto detrás de la puerta que daba al pasillo. Aguardó a la muchacha largo rato y no oyó nada. No escuchó sus pasos amortiguados por la alfombra rubí ni su voz cantarina tarareando alguna dulce melodía.

La interminable espera le enfureció. No solo se atrevía a adentrarse en su corredor día tras día. No solo osaba provocarle. O perturbar sus salidas nocturnas. O recorrer su castillo libremente. Ahora también se atrevía a hacerle esperar como a un sirviente.

Corrió escaleras arriba hasta llegar a lo alto de la torre donde se encerraba la mayor parte del tiempo. El único lugar que le había prohibido visitar. Aquella zona del castillo era solo suya y no pensaba dejar que nadie pusiera un pie en ella. Era el único lugar de todos sus dominios en el que se sentía seguro y a salvo, por muy irónico que resultase, pues no dejaba de ser una prisión. Su prisión. Su castigo eterno.

Se detuvo en seco frente al espejo y le ordenó que le mostrara a la muchacha. Esta se encontraba en sus aposentos, envolviéndose en ropa de abrigo y guardando comida en un bolso de piel. No comprendió sus intenciones hasta que la vio salir y dirigirse hacia el vestíbulo. Allí Aneris se encontró con un candelabro y un reloj justo delante de las grandes puertas que permitían abandonar el interior del castillo.

La chica se marchaba.

La maldición de los reinos (Reinos Malditos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora