Capítulo 49

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Cuando los ojos de él se clavaron en los suyos sintió cómo todo su ser se estremecía de emoción, pero también de temor. Él la había expulsado de allí y de su vida. Sabía que corría un gran riesgo atreviéndose a aparecer en su coronación, pero era algo que había tenido que hacer. Jamás se habría perdonado desaprovechar aquella oportunidad que el destino le había brindado. Quizás no volviera a tener otra.

Con ayuda de Día había arreglado un vestido antiguo que estaba en muy buen estado. Luego la anciana la había peinado y le había prestado el colgante. Decía que era la lágrima de una madre que había perdido a su hija a manos de una bruja que la tenía encerrada en una torre. Le había contado que la muchacha tenía el pelo tan largo que la bruja accedía a la torre escalando por él.

Aneris apenas había prestado atención a esta fascinante historia, pues los nervios se habían apoderado de ella al pensar en que volvería a ver al príncipe.

Adrien se acercó a ella. Por un momento, la joven temió que él le gritara delante de todos los presentes, pero no fue lo que ocurrió. Sin dejar de mirarla a los ojos, el príncipe cogió su mano, y los músicos supieron que debían empezar a entonar la melodía del primer baile del futuro rey. La atrajo hacia sí y rodeó la cintura de la joven con su brazo libre. La sirena no sabía bailar, lo poco que había aprendido había sido apenas unas horas antes gracias a Día. Esperaba no estropearlo pisando al príncipe con su torpeza.

Los invitados los observaron danzar ante sus ojos. Ambos hicieron caso omiso de ellos. Para la pareja, estaban solos en la sala, flotando uno junto al otro. No existía nadie más en ese momento. Danzaban sobre las notas de una dulce melodía compuesta únicamente para ellos dos. La canción transmitía lo que Aneris sentía en esos momentos, era como si saliera de su corazón. Como si fuera ella quien se la cantara al príncipe.

La sirena quería decirle cuánto sentía haberle mentido. Quería decirle quién era en realidad, confesarle sus sentimientos y abrazarle para no soltarle jamás. Y quería escuchar de él que compartía esos sentimientos. Si no era así, nada tendría ya sentido para ella.

Adrien la separó de él, la hizo girar y rápidamente volvió a pegarla a su cuerpo, como si quisiera evitar que su pareja de baile escapara de sus brazos.

Cuando cesó la música, volvieron a entrar los camareros, esta vez con bandejas de comida.

Ellos cesaron su baile y los invitados se pusieron a hablar y a comer con gusto los exquisitos manjares. La pareja no se movió. Se miraban, se perdían en los ojos del otro.

El príncipe Adrien acercó lentamente su cabeza hasta la de ella, apoyó su frente en la de Aneris y cerró los ojos unos instantes. Ella percibió la batalla que se libraba en su interior y esperó, paciente.

Tan solo tuvo que esperar unos instantes: los labios de él se acercaron a los de ella... pero Aneris nunca sintió el ansiado roce.

Las cristaleras estallaron, las antorchas se apagaron y las puertas de los balcones y de acceso a la sala se abrieron violentamente, empujadas por un fuerte vendaval.

Gritos llenaron la estancia. Algunos soldados entraron para defender a los invitados de un posible ataque. Sin embargo, allí no había nadie, ni en las puertas, ni en las ventanas rotas, ni...

—¡El trono! —gritó alguien.

Todos miraron en esa dirección y vieron a una hermosa mujer de cabellos negros con algo brillando en ellos, semejante a estrellas del cielo nocturno. Estaba sentada con las piernas cruzadas. Llevaba un vestido a juego con su pelo, ajustado y sin mangas. Portaba un cetro muy peculiar: era azul oscuro y terminaba en una piedra violeta que desprendía un halo plateado, como la espuma del océano, que la rodeaba de forma sinuosa, cual serpiente.

Aneris reconoció el objeto: era el Cetro Azur y pertenecía a su padre, el rey del piélago.

Y la mujer era la Bruja del Océano.

La maldición de los reinos (Reinos Malditos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora