Capítulo 36

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Llevaba todo el día de mal humor. Nada le agradaba.

Los sirvientes no paraban de interrumpirle para pedirle opinión sobre los detalles de la coronación, y cada uno se llevaba los gritos del futuro monarca.

Los colores eran horrendos.

La decoración, insuficiente.

El menú, escaso.

El vino, de baja categoría.

Su futura corona, indigna de su cabeza real.

El trono, inapropiado para un rey.

No todos los invitados habían confirmado su asistencia y eso solo podía ser culpa de los mensajeros, que no habían hecho bien su trabajo.

Todo estaba mal.

Sus consejeros habían optado por evitarle. Si tenían algo que consultarle, preferían esperar a que el humor del príncipe mejorase.

Los sirvientes finalmente preferían no molestarle, a no ser que fuera necesario.

Varios habían cometido el error de preguntarle si le pasaba algo, a lo que Adrien había respondido de malas maneras, castigando a más de uno por su atrevimiento: una doncella, un guardia y un consejero permanecerían en prisión hasta el día siguiente.

«Así aprenderán», se dijo el príncipe cuando por fin creyó poder estar a solas consigo mismo.

Ni él mismo comprendía su comportamiento. Nunca había sido especialmente agradable con los habitantes del castillo. Sus padres le habían enseñado que con los inferiores había que ser frío, duro y distante, si no, podían cometer el error de coger confianzas impropias de un sirviente para con su amo. Pero con sus consejeros siempre había mantenido un trato amigable, incluido con los soldados.

Recordó a la bestia del espejo.

En esos momentos se sentía como ella.

Una alimaña.

Un monstruo.

Gruñó y de un manotazo arrojó al suelo un jarrón de su madre, que se rompió en varios pedazos. No le importó. Su madre ya no estaba y ese jarrón solo le recordaba que ella a veces prestaba más atención a sus riquezas que a su propio hijo.

Estaba en su salón favorito. Un agradable fuego crepitaba en la chimenea mientras él paseaba despacio a lo largo de la amplia sala.

Oyó la puerta y se giró con el ceño fruncido. Asomó la cabeza una sirvienta que había oído el estruendo y llevaba los utensilios necesarios para limpiar el destrozo. Sin embargo, al ver la expresión de su futuro rey, tragó saliva y, tras una reverencia, se marchó, dispuesta a recogerlo cuando él no estuviera.

Él dirigió sus ojos a los cristales, por los que se colaban los rayos del sol.

No tardó en llegar una nueva interrupción. Esta vez no prestó atención. Supuso que la sirvienta se habría armado de valor para limpiar a pesar de su presencia. Le pareció una osadía, pero no le gustaba ver nada sucio o desordenado, por lo que ignoró a la muchacha y se centró en lo que sus ojos veían a través del tragaluz: el océano.

—Majestad, ¿os encontráis...?

Apenas le dio tiempo a terminar. Adrien se giró bruscamente y apartó la bandeja que su nodriza le ofrecía, donde había una tetera y una taza con té caliente que olía delicioso. Una parte fue a parar en el delantal de ella. El resto se esparció a los pies de ambos, formando un lago humeante en el suelo. La taza y la tetera no habían sobrevivido a la ira del príncipe: ambas yacían destrozadas sobre el líquido.

—¡Dejadme en paz de una maldita vez!

La nodriza nunca le había visto así, pero no se sintió intimidada. Le conocía mejor que nadie y sabía que aquel comportamiento no era propio de él. Algo se lo provocaba. Abrió la boca dispuesta a hablar, pero él la cortó:

—Más te vale no decir ni una palabra si no quieres pasar también la noche en una fría y húmeda mazmorra.

Dicho esto se marchó, dejándola sorprendida y preocupada.

Junto a la puerta estaba la sirvienta que había acudido antes a limpiar el jarrón, esperando el momento adecuado para hacerlo. Temblaba de miedo y cerró los ojos al verle salir, como si así pudiera hacerse invisible ante él.

El príncipe se fijó en ella durante unos segundos y sintió algo que nunca antes había sentido: culpabilidad. Por haber tratado mal a su nodriza. Por atemorizar a la doncella.

¿Culpable? ¿Él? Nunca antes se había sentido así con ninguno de sus súbditos. Él era el príncipe y futuro rey, estaba por encima de ellos. ¿Por qué habría de sentirse culpable?

Negó con la cabeza y siguió su camino, apartando ese sentimiento bien lejos de sí.

Veloz, salió de los dominios del castillo y se encaminó a la playa; estaba desierta y dio gracias por ello. Quizás por fin tendría tiempo de relajarse.

De pensar...

¿Por qué había una chica tumbada en la playa?

Al principio la ignoró. Debía de haber ido a nadar y se estaría secando al sol.

Se envolvió bien en su capa. Con el frío que hacía ¿quién podía querer darse un baño?

Observó el cuerpo de la muchacha. Estaba completamente desnudo y ella tenía los ojos cerrados.

Miró alrededor. No había nadie más.

Las aguas bañaban sus blancas piernas. Tuvo la sensación de que había sido arrastrada por el océano.

—¿¡Hola!? —gritó.

Ella no se movió. No abrió los ojos.

Adrien se acercó a ella. Estaba inconsciente y fría. Sus cabellos borgoña estaban húmedos y sus labios empezaban a presentar un tono morado.

El príncipe la cogió y, cuando su piel entró en contacto con la de ella, sintió un agradable hormigueo. Observó su exótica belleza y tuvo la sensación de haberla visto antes... pero ¿dónde?

Apartó las dudas y la llevó a su castillo.

La maldición de los reinos (Reinos Malditos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora