Capítulo 23

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Poco a poco la lluvia fue amainando después de un día de intensa tormenta, y el sol pugnó por dejarse ver entre la espesa capa de nubes. Su piel se secó y la cola de sirena desapareció. Pero los pueblerinos no querían que esto sucediera, y algunos aparecieron cargados con cubos de la glacial agua del río para lanzársela sin piedad alguna.

Aneris tiritaba. No podía abrazarse, las cadenas no se lo permitían. Tuvo que resignarse al frío, a los desprecios, a las lágrimas que recorrían su rostro sin cesar. No sabía cómo había podido aguantar todo un día en ese estado.

A la hora de comer, las personas se dispersaron y la dejaron allí sola, a merced del tiempo, al igual que habían hecho el día anterior. Buscó como pudo dentro de su prisión los pocos rayos de sol que se atrevían a acariciarla. Sabía que poco le ayudarían, pero le daban esperanza.

—Una sirena... —pronunció alguien con desprecio.

Giró la cabeza con debilidad. No había recibido más que un mendrugo de pan para comer desde que había sido encerrada. Apoyó su cabellera sobre un barrote y su corazón saltó en su interior al descubrir de quién se trataba.

—Rubí, yo...

La joven estaba de pie ante la jaula, con su característica capa y la capucha cubriendo su pelo rubio. La sirena pudo apreciar entonces cómo la miraba. No lo hacía como los demás, con curiosidad, fascinación o diversión. Sus ojos oscuros estaban cargados de odio. Aneris pudo sentirlo en su piel.

—Sabía que había algo raro en ti, pero esto... —Negó con la cabeza y la giró.

Por un momento, su mirada pareció perderse en los charcos que había formado la lluvia.

—Ellos murieron por vuestra culpa... —musitó.

Aneris no alcanzó a entenderla y prefirió esperar paciente a que Rubí volviera a hablar. Solo se escuchaban sus dientes castañeteando y el sonido de las cadenas mecidas por el tembleque que invadía su cuerpo. Hasta que todo ello fue roto de nuevo por la suave voz de Rubí. Una voz que desprendía una profunda rabia.

—Cuando era pequeña, mis padres salieron a navegar. Celebraban diez años casados y querían hacer algo especial. Se lanzaron al océano, hacia la isla de Nunca Jamás, un lugar que se define como mágico, aunque nunca llegué a saber por qué. —Volvió a mirar a la sirena, cuya cola había desaparecido—. Sois criaturas crueles con el único deseo de acabar con quienes osan cruzar vuestro océano. Los pescadores siempre nos lo han dicho, pero nunca les hemos creído, pues para nosotros sois mera leyenda, criaturas de los cuentos, los cuales os definían como algo hermoso o bueno. Mis padres siempre creyeron en vosotros, en que erais una raza mágica y fascinante, y ansiaban conoceros. Siempre creían en las personas, pensaban que había algo bueno dentro de cada una. Y, claro, también creían en otras razas y su bondad. —Un intento de sonrisa asomó en sus labios—. Jamás previeron que una estas razas que tanto admiraban sería su final.

»Días más tarde de su partida, encontraron en la playa al hombre que los acompañó. Intentaron ocultarme la verdad, claro. Pero pude escuchar la historia con mis propios oídos: habían sido atacados por una sirena en mitad de la tempestad. Una sirena cuyo único deseo era arrastrarlos al fondo del océano. Él logró acabar con ella y escapar antes de que llegaran más..., pero para mis padres ya era tarde...

»Mi abuela me hizo creer que eran delirios de un superviviente, que mis padres habían sido atacados por un animal acuático. Que el reino acuático no existía. Y yo, como una tonta, continué creyendo que las sirenas y los hombres oceánicos no eran más que un mito... una leyenda... hasta ahora.

Aneris se quedó sin palabras al escuchar tan trágica historia. ¿Qué clase de sirena podía haber hecho algo así? No. No podía creerlo. Rubí debía saber que no eran como ella creía, no todos al menos. Ella no era así.

Sin embargo, sus escasas fuerzas no le permitieron pronunciar un solo sonido. Cerró los ojos, sintiéndose frustrada y triste por aquella historia. Lo sentía por Rubí y podía comprenderla. Una sirena le arrebató a sus padres. Al igual que unos humanos le arrebataron a Aneris a su madre. Ambas habían sufrido las consecuencias de la maldad que existía en los corazones de algunos seres de ambas razas. Y, entonces, comprendió que su padre no tenía razón. Ni ella tampoco. Comprendió que los humanos eran como las sirenas y los hombres oceánicos. Había bondad y maldad.

Alguien la arropó con una cálida tela. Sonrió pensando que Rubí la estaba tapando con su capa, pero no. La joven seguía plantada a varios pasos de distancia, observando cómo Día trataba de hacer entrar en calor a la sirena.

—¿Qué haces? —le preguntó la rubia a la anciana.

—Tiene frío.

—Ella no merece ningún cuidado —escupió la joven.

Día la miró entristecida y le dijo con ternura:

—Estás juzgando sin conocer.

—¡Las sirenas son seres despiadados que solo quieren acabar con nosotros! ¡Y ahora todo el mundo sabe que existen!

—Ni todos los humanos son buenos, ni todas las sirenas son malas... —La miró de forma penetrante antes de añadir—: Ni todos los lobos son malos.

La maldición de los reinos (Reinos Malditos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora