Capítulo 5

898 113 6
                                    

Allí, entre las aguas de un azul zafiro arrebatador, se hallaba una sirena cuya cola asalmonada mantenía a flote la mitad de su cuerpo de mujer. Tenía el pelo blanco, largo y ondulado, y unos ojos y una nariz respingona que la muchacha pelirroja había heredado. Le sonreía con dulzura y los brazos abiertos, invitándola a acercarse.

—¡Abuela!

Se lanzó al abrazo de la mujer y, en el momento en que sus brazos la rodearon, desapareció el frío. Cerró los ojos, apoyó la cabeza sobre su hombro en ella y sonrió. Disfrutaron de aquel silencio durante un rato, hasta que Aneris volvió a la realidad. Movió sus piernas para comprobar que seguían allí y que no había vuelto su ansiada cola de sirena.

—Abuela... —Se apartó unos centímetros de ella para poder mirarla a los ojos—. ¿Qué me ha pasado?

—La Maldición del Océano. —La expresión de la mujer se tornó seria.

Los ojos de la joven se abrieron de terror. No sabía qué era la Maldición del Océano, nunca había escuchado nada parecido, pero no sonaba nada bien.

—¿Qué... qué es?

Su abuela suspiró antes de responder, mientras acariciaba el cabello de su nieta con delicadeza.

—El no poder subir a la superficie hasta no haber cumplido la mayoría de edad no es una norma de tu padre, hija mía. Forma parte de una ley que está muy por encima de él, una ley muy antigua que no puede ser quebrantada. Y tú lo has hecho. Tu curiosidad te ha llevado a esto.

La joven sirena se mordió el labio inferior.

—¡Quedaban apenas unas horas para que cumpliera la mayoría de edad! ¡No es justo!

La mujer volvió a abrazarla para tranquilizarla. El océano empezó a revolverse poco a poco. Se avecinaba una tormenta, y ambas supieron que les quedaba poco tiempo.

Escuchó la voz ahogada de su nieta:

—¿Qué puedo hacer?

La miró de nuevo. Se sentía impotente por no poder ayudarla y preocupada por lo que pudiera pasarle en el mundo terrestre, un mundo que podía ser bondadoso o increíblemente hostil. Sus ojos recorrieron las almenas de aquel castillo que tantas veces había visto desde el océano. Un lugar esplendoroso que con el paso de los años se había tornado cada vez más tétrico.

—No te preocupes, hija mía. Descubriré cómo arreglarlo. —Ante la mirada de temor que su nieta le dedicaba, añadió—: ¿Cuándo se le ha resistido algo a tu abuela? —Sonrió para tranquilizarla—. Sabes que nada puede escapar al control de Titania y, si lo hace, enseguida lo domino. Ahora debes irte y disfrutar de este privilegio que te ha sido dado. Muchos antes que tú soñaron con pertenecer al mundo terrestre aunque fuera solo una hora, y tú lo has obtenido. Disfruta y, cuando vuelvas al océano, seré yo quien se tumbe junto a ti a escuchar las fascinantes historias que tendrás que contar.

Estas palabras consiguieron animar a Aneris, que esbozó una tímida sonrisa y asintió. Confiaba en su abuela y sabía que encontraría la solución. Siempre lo hacía. Le dio un beso en la mejilla y se alejó con dificultad. Todavía no estaba acostumbrada a las piernas, y menos a usarlas dentro del agua. Al llegar a tierra se giró para despedirse, pero su abuela ya no estaba allí.

Sintió un helor desagradable recorriendo cada uno de sus huesos, provocando un temblor muy molesto en su cuerpo y el castañetear de sus dientes. Se abrazó a sí misma y se frotó con las manos, tratando de calentarse mientras volvía al castillo. Al llegar a las puertas miró hacia atrás. Allí seguía el bosque, impasible ante el gélido invierno. A pesar de lo oscuro que parecía, le gustaría explorarlo y ver qué había más allá. Ya no sentía miedo, gracias a su abuela, y pensaba hacerle caso: iba a disfrutar de aquel regalo. Ella siempre había deseado conocer el mundo terrestre de primera mano. Solo había podido saber de él a través de historias de aquellos que habían subido a la superficie y habían tenido la oportunidad de ver navíos. También gracias a objetos que encontraban a lo largo y ancho del océano, objetos humanos extraños e interesantes que por fin podría descubrir para qué servían. Siempre habían jugado a suponerlo, y siempre ganaba el que sugiriera el uso más original. Sin embargo, ella ahora sabría la verdad.

Las puertas no se abrieron como la primera vez. Con la mano derecha alcanzó el frío metal negro, pensando que tal vez serviría de algo. No fue así. Miró hacia el castillo con la esperanza de que quien quiera que lo habitase la dejase entrar de nuevo antes de congelarse.

Tras unos momentos de incertidumbre escuchando únicamente el temblor incontrolable de su propio cuerpo y el rumor lejano de las aguas, la verja se abrió ante ella. Suspiró, aliviada, y entró con dificultad.

No tardó en sentir la calidez del interior. Se detuvo, permitiendo que todo su ser entrara en calor, disfrutando del aroma floral que se respiraba.

Giró sobre sí misma, encantada con lo que sus ojos veían y, cuando se sintió con las energías renovadas, puso rumbo al castillo con un único pensamiento: descubrir quién dominaba aquel lugar.

La maldición de los reinos (Reinos Malditos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora