Capítulo 73

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—¡Rumpelstiltskin!

Día apreció con satisfacción cómo el ser cambiaba su semblante a uno pálido y serio. Él descendió posando los pies en el suelo y se giró para mirar a Aneris. Fingió no sentir la sorpresa que le invadía por que la joven hubiera descubierto su nombre.

—¿Cómo has dicho? —quiso asegurarse. Tal vez no lo había pronunciado bien.

—Rumpelstiltskin —pronunció con claridad, segura de sí misma, mirándole victoriosa.

—Es imposible... —Negó con la cabeza—. No puedes saber mi nombre. Nadie lo ha descubierto jamás.

Aneris no respondió. Se quedó mirándole mientras su padre se colocaba tras ella y posaba las manos en sus hombros, haciéndole ver que tenía su apoyo y que estaba muy orgulloso de ella. La joven sonrió al sentir su contacto.

Rumpelstiltskin miró a los presentes. Ninguno había escuchado su nombre de labios de la sirena. Solo los que lo conocían podían pronunciarlo y escucharlo. No se explicaba cómo Aneris lo había descubierto. Y no pensaba marcharse hasta descubrirlo. Se cruzó de brazos.

—¿Cómo lo has sabido?

—¿Para qué querías la rosa?

El duende la miró con perspicacia. Los labios de Aneris se curvaron hacia arriba. Sus ojos se dirigieron hacia la bestia. Él adivinó enseguida que había sido obra del príncipe, aunque no lograba entender cómo. Había muchas cosas que escapaban a la lógica y quedaban libres al azar o a la magia.

—Chica lista. Has ganado una batalla. Pero yo no he terminado la guerra. Es posible que nuestros caminos vuelvan a cruzarse, y la próxima vez de nada te servirá conocer mi nombre. —Sonrió de forma juguetona antes de chasquear los dedos y desaparecer.

Aneris se miró. Su cola de sirena seguía estando ahí. Había creído que, al pronunciar su nombre, sus piernas reaparecerían. ¿Eso significaba que ya jamás podría volver a ser humana? Seguía sin saber lo que quería. Las dudas habían invadido su cabeza provocándole cada vez más confusión.

Escapó suavemente del abrazo de su padre y fue junto a la bestia. Gracias a él se había librado de Rumpelstiltskin, pues Adrien había podido verlo en el espejo bailando alrededor de un fuego blanco canturreando su nombre, y se lo había escrito en un papel. ¿Cómo él había sido capaz de escucharlo? El espejo era mágico. El espejo le había permitido escucharlo.

Se agachó y cogió el fragmento de espejo que había escapado de sus garras. Vio su reflejo en él. Vio la realidad. Nunca le había parecido tan frío verse a sí misma. La soledad la cortejaba como un amante terrorífico que la condenaba a pasar con él el resto de sus días. Daba igual humana o sirena, siempre estaría incompleta. Siempre le faltaría él.

Con la otra mano seguía sujetando la rosa. Dejó escapar una última lágrima. La última que se permitiría. Fue a parar a los pétalos de la flor, que resplandecieron con su contacto. Dejó la flor sobre el cuerpo de la bestia. No se le ocurría mejor lugar para ella.

Al incorporarse se giró y se dirigió flotando a su padre.

—Volveré contigo al océano.

Aquel mundo se había tornado un recuerdo demasiado doloroso para su corazón. Había vivido momentos intensos y felices, pero ella se quedaba con el único capaz de hacerle morir de pena.

En los ojos del rey del océano se reflejó una luz dorada. Aneris volteó para ver qué estaba pasando. La rosa levitaba sobre la bestia y esta yacía cubierta de un polvo dorado. ¿O eran estrellas doradas? Fuera lo que fuera, era una visión hermosa. La sirena observó por última vez el rostro peludo del animal, antes de que desapareciera por aquella extraña magia. Quizás la rosa le daría la sepultura que merecía.

Día y Rubí miraban curiosas desde su posición. La anciana se había acercado a la chica para ayudarla con sus heridas, pero no se habían perdido ninguno de los movimientos de la sirena.

Cuando todo terminó, la rosa volvió a caer, recuperando el tenue brillo que la caracterizaba. Pero lo que llamó la atención de los presentes fue que la bestia había desaparecido y en su lugar estaba el príncipe Adrien, convertido en humano.

Aneris sonrió, agradecida de poder verle por última vez, de contemplar aquel rostro que le había acelerado el corazón al mirarla. Deseó ver su miraba por última vez, esos ojos, ya fueran de bestia o príncipe, que la habían enamorado.

Y su deseo se cumplió.

La maldición de los reinos (Reinos Malditos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora