La bestia se percató de que la noche había caído sobre el castillo. Se había entretenido tanto mirando el espejo y lo que este le mostraba que había perdido la noción del tiempo.
Mientras salía de la estancia para encaminarse a la sala donde solía cenar, pensó en ello. Era la segunda vez que, sin necesidad de nadar en la historia de algún libro, habían pasado las horas sin que él lo notara, sin que sintiera la pesada losa del aburrimiento sobre su espalda. En las dos ocasiones había sido por observar a Aneris. ¿Qué tenía que tanto conseguía evadirle? Justo eso. Ella lograba hacerle huir de su realidad. Algo que únicamente los libros habían conseguido.
Antes de llegar a su destino, se topó con una puerta entreabierta. Curioso, se acercó y la abrió. Como ya suponía, estaba vacía. Ellos nunca se dejaban ver por su amo, a pesar de seguir cuidando de él fielmente.
Era una de las salas de juegos que había en el castillo. Un fuego estaba encendido y una mesa baja disponía un tablero de ajedrez y piezas de cristal en una partida a medias. Él sabía jugar al ajedrez. Alguien le había enseñado. ¿Quién? No lo recordaba. Pero sabía con certeza que no se trataba de ninguno de sus padres. Ellos preferían pasar el tiempo de otra forma: cenas, fiestas, viajes... No recordaba haber jugado con ellos a nada, ni siquiera cuando era niño. Y, sin embargo, le llegaban a la cabeza recuerdos de ese tablero, de risas compartidas, de cálidos momentos. Miró a su alrededor, sabiendo que no vería nada ni a nadie, como de costumbre. Era una habitación acogedora, con cómodos muebles perfectos para diversos juegos de mesa. Soltó un suspiro y salió de allí. No quería seguir estropeando la diversión.
Sus sirvientes nunca se dejaban ver y podía entenderlo: su sola presencia podía fastidiar cualquier buen momento.
Le gustaba comer en un balcón mirando al bosque. Recordaba haber subido allí en ocasiones, deseando salir, enfrentarse a temibles monstruos y convertirse en un héroe admirado por todos. Que una princesa se enamorara de él y reinar junto a ella entre poder y riquezas. Incluso había llegado a hacer una lista de sus reinos favoritos para elegir entre ellos a la mejor candidata.
Como de costumbre, ya tenía su bandeja preparada con una buena pieza de carne. La devoró en cuestión de segundos sin prestar atención al paisaje. Ese día no tenía ningún interés en admirarlo ni en soñar despierto que el hechizo se rompía y todo volvía a ser como antes. No. Solo deseaba volver junto al espejo y mirar su luna.
Recorrió los silenciosos pasillos sintiendo cómo el corazón se le aceleraba. No comprendía el motivo. Había observado innumerables veces a los habitantes del pueblo, había seguido sus vidas y había imaginado ser alguno de ellos. Pero nunca había sido entretenido, solo algo con lo que matar el tiempo. Con Aneris era diferente. Había algo en ella que no sabía explicar.
Encontró a la joven cenando con Rubí y Día. Él ya las conocía, y sabía que pasaban tiempo juntas de vez en cuando. No tenían vidas demasiado interesantes: Día solía entretenerse a menudo en el Bosque del Invierno Encantado y Rubí hacía magdalenas para vender en la panadería.
—Así que te habías perdido en el bosque —dijo Rubí, cuya capucha había bajado, dejando al descubierto unos cabellos dorados y ojos de un verde bosque.
—No me había perdido —rebatió Aneris llevándose a los labios el primer bocado de aquel apetitoso plato que Día había preparado.
—Oh, sí, estabas más perdida que yo viajando a lo largo y ancho de los reinos —respondió la anciana con una sonrisa afable. Rubí puso los ojos en blanco, pero la mujer no se dio cuenta—. ¡Falta el agua!
Salió a paso rápido en dirección a la cocina donde la oyeron trastear. Aneris preguntó:
—¿Ha viajado por todo el mundo? —Estuvo a punto de añadir «humano», pero se contuvo a tiempo.
—No sabría decirte. Inventa muchas cosas. —La joven de la capa se recogió varios rizos detrás de la oreja.
—¿Tú tampoco la crees? —Aneris la miró seria—. ¿Por qué?
—Es mayor, cuenta cosas demasiado fantasiosas. Un reino dormido, un reino helado, un reino hecho de dulce... ¡También cree que existe un reino acuático!
Aneris se atragantó. La anciana dejó la jarra y los vasos y le dio unas palmadas en la espalda mirando a Rubí.
—¿Le estabas contando lo del lobo?
—¿Qué lobo? —inquirió la sirena con gran interés. Ya tendría tiempo de preguntarle a Día sobre el reino acuático.
—Algo que me ocurrió de pequeña. Tenía que ir a casa de mi abuela a llevarle la merienda. Ya estaba mayor y mi madre se la hacía todos los días, pero ese día no podía ir, así que me lo pidió a mí. Antes me mandó al bosque a recoger estas mismas setas, algo que mi abuela adoraba. Me prohibió salirme del camino, pues decía que era muy peligroso. Imagino que ya te has dado cuenta de por qué. —Soltó una risilla que Aneris no compartió. Seguía comiendo sin perderse una palabra—. En un claro donde no había nieve vi unas preciosas flores, y me pareció buena idea llevar un buen ramo a mi abuela. No le di importancia al hecho de que no hubiera nieve, para mí lo importante eran las flores de colores que parecían llamarme a gritos. Y sí, me alejé del camino. Cuando quise darme cuenta, había desaparecido. Con la cesta en un brazo y el ramo en la otra mano, busqué sin hallarlo. ¿Y sabes qué apareció? —Se echó hacia atrás y cruzó los brazos—. Un lobo. Me preguntó que si me había perdido, y yo, llorando, le dije que sí. Él me dijo que conocía el camino para salir, aunque antes me llevaría a un lugar donde comer y descansar. No sabía cuánto llevaba dando vueltas, pero era cierto que estaba cansada y hambrienta, y no quería comerme la merienda de mi abuela o mi madre me regañaría.
»Me llevó hasta una madriguera y me dijo que allí había comida y que no pasaría frío. Me dijo que enseguida volvería y me llevaría de vuelta a la linde del bosque. Se marchó y, cuando entré, vi una montaña de frutas con muy buena pinta. Pero dentro había alguien más. Un niño con ropas muy elegantes comiendo uvas.
Tras estas palabras, la bestia se apartó del espejo. La luna se apagó y él se quedó mirando su reflejo.
¿Cómo había podido olvidarlo? Se daba cuenta de la cantidad de cosas que había vivido de pequeño y que ya apenas recordaba por la estricta educación de sus padres. No se quejaba. Sabía que había sido necesaria para convertirle en la persona que ellos querían, en el perfecto heredero a la corona.
Aquel niño de la cueva era él.
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La maldición de los reinos (Reinos Malditos)
Ficção Adolescente✨Érase una vez un reino sin recuerdos, un príncipe maldito y una princesa hechizada. Pero ¿qué pasaría si la sirenita nadara al castillo de la bestia? Aneris ansía conocer el mundo humano, y a causa de su deseo se verá envuelta en un viaje lleno de...