Capítulo 19.

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Brigitte

Acogedora.

Brigitte nunca había pensado que describiría algún elemento del Tártaro de esa manera, pero a pesar de que la choza del gigante era del tamaño de un planetario y estaba construida con huesos, barro y piel de drakon, desde luego resultaba acogedora.

En el centro ardía una hoguera hecha de brea y huesos; sin embargo, el humo era blanco y sin olor, y salía por el agujero que había en mitad del techo. El suelo estaba cubierto de hierba seca del pantano y trapos de lana gris. En un lado había una enorme cama confeccionada con pieles de carnero y cuero de drakon. En el otro colgaban percheros independientes con plantas secándose, piel curada y lo que parecían tiras de cecina de drakon. El lugar olía a estofado, humo, albahaca y tomillo.

Lo único que parecía extraño para ella era el rebaño de ovejas amontonadas en un corral en la parte trasera de la choza.

Una parte de ella estaba tentada de huir, pero Bob ya había colocado a Percy en la cama del gigante, donde casi había desaparecido entre la lana y la piel. Bob

el Pequeño saltaba encima de Percy y sobaba las mantas, ronroneando tan fuerte que el lecho se agitaba como una cama con masaje.

Damasén se acercó pesadamente a la hoguera. Lanzó la carne de drakon a una cazuela colgada que parecía hecha con un viejo cráneo de monstruo y a continuación cogió un cucharón y la empezó a remover.

Brigitte no quería ser el siguiente ingrediente en su estofado, pero había ido allí por un motivo. Respiró hondo y se acercó a Damasén con paso resuelto.

—Mi amigo se está muriendo. ¿Puedes curarlo o no?

Se le entrecortó la voz al pronunciar la palabra «amigo». Percy era mucho más que eso para ella. Sin embargo era lo máximo que podía aspirar con él, se lo había prometido a ella misma.

Damasén la miró con el entrecejo fruncido por debajo de sus pobladas cejas rojas. Brigitte había conocido a humanoides grandes y espeluznantes, pero Damasén la inquietaba de otro modo. No era hostil. Irradiaba pena y amargura, como si estuviera tan absorto en su tristeza que le molestara que Brigitte le hiciera centrarse en otra cosa.

—No oigo palabras como esas en el Tártaro —masculló el gigante—. «Amigo». «Promesa».

Brigitte se cruzó de brazos.

—¿Qué hay de la sangre de gorgona? ¿Puedes curarla o Bob ha exagerado tus aptitudes?

Cabrear a un cazador de drakones de seis metros de altura probablemente no fuera una idea prudente, pero Percy se estaba muriendo. No tenía tiempo ni ganas para ser diplomática.

Damasén la miró ceñudo.

—¿Cuestionas mis aptitudes? ¿Una mortal medio muerta entra en mi pantano y cuestiona mis aptitudes?

—Sí —dijo ella.

—Hum —Damasén le dio el cucharón a Bob—. Remueve.

Mientras Bob se ocupaba del estofado, Damasén examinó con detenimiento sus perchas de secado, y arrancó varias hojas y raíces. Se metió un puñado de plantas en la boca, las masticó bien y acto seguido las escupió en un montón de lana.

—Una taza de caldo —ordenó Damasén.

Bob recogió un poco de jugo de estofado con el cucharón y lo echó en una calabaza hueca. Se la dio a Damasén, que remojó la bola pastosa y la removió con el dedo.

—Sangre de gorgona —murmuró—. No supone ningún reto para mí.

Se acercó pesadamente a la cabecera de la cama y recostó a Percy con una mano. Bob el Pequeño olfateó el caldo y siseó. Arañó las sábanas con sus garras como si quisiera sepultarlo.

The heroes of Prophecy.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora