Cuando seamos libres

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8 años

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8 años


Kiara coloreaba de verde el vestido de Campanita mientras yo sufría con el dibujo de un perro. Me había arrastrado por segunda vez en la semana al taller recreativo de arte que ofrecía el hospital. No necesitó insistir demasiado, puesto que prácticamente la seguía a todas partes. Los psicólogos aseguraban que dibujar mermaba los niveles de tensión, pero a mí me estresaba que el hocico del animal no me saliera como debía.

El resto de niños en la clase le enseñaban a la maestra sus retratos y esta los halagaba, Kiara formaba parte de ese grupo. En mi caso, la profesora confundió la ballena que dibujé la sesión anterior con un plátano azul. En definitiva, yo no era la reencarnación de Picasso.

—¡Mira, Sebas! ¡Me quedó idéntica! —Kiara alzó su hoja y se inclinó hacia la mía—. ¿Tú que dibujaste? ¿Una mesa?

—¡No! ¡Es un perro! Ya basta. No puedo con esto, ¡renuncio! ¿Ves a esos niños de allá con sus dibujos bien hechos? —Señalé al resto de participantes de la clase—. ¡Me humillan!

Un conjunto de tres infantes platicaba entre sí y compartían sus lápices de colores. No los veía muy seguido. Kiara y yo sólo coincidíamos con ellos en los talleres, pues no pertenecían a la unidad de oncología.

Ella me escudriñó, perpleja. Y como no podía ser de otra manera, se echó a reír.

—Perdón, pensé que... —Su voz brotó entrecortada a causa de la risa—. No te estreses, ¿por qué no pruebas con algo más fácil? Así empecé yo, ¿qué tal una manzana?

Agarró otra hoja de papel del montón junto con un lápiz rojo y me los entregó. Asentí, aunque no muy animado, y Kiara tomó mi dibujo anterior.

—¿Te has fijado en su cabeza? ¡Está deforme! —me quejé de mí mismo—. Quien tiene talento aquí eres tú.

—Intentaré mejorar este adefesio. —Examinó el retrato con el ceño fruncido y toqueteó su mentón—. No permitiré que este perro se quede con las patas dobladas hacia atrás y con una oreja más grande que la otra. Se vengaría de ti si escapara del papel.

—Por eso prefiero dibujar con palitos.

Kiara codeó mi brazo y me sonrió de lado. Me concentré en ilustrar una manzana, pese a que mi mente vagaba por algún escenario ficticio como de costumbre. Intenté que resultara decente. Incluso le añadí una ramita en la parte superior. Cuando acabé, me alejé del papel para visualizarlo mejor.

Estaba horrible.

Kiara depositó sobre la mesa el lápiz marrón que coloreaba al perro, el cual ya no lucía patas torcidas ni un hocico desfigurado. Se reacomodó en el asiento y centró su vista en mi hoja, después aplaudió, contenta.

—¡Qué bien, ya terminaste! Llamaré a la maestra para que lo vea. Seguro que le encantará. —Antes de que pudiera replicar, se giró hacia la aludida, quien justo pasaba por nuestra mesa—. ¡Profesora! ¿Qué le parece el dibujo de Sebas? Le puso mucho empeño.

La lideresa del taller se detuvo entre nosotros y sostuvo mi hoja con una expresión afable. Todavía me faltaba pintarla de rojo y esperaba no salirme de las líneas.

—Qué bonito diente. Te quedó muy lindo, Sebastián.

—¡Es una manzana!

«¿Por qué dibujaría el diente que perdí en el tobogán? ¿Qué tanto creen que lo extraño?» pensé y rodé los ojos al recordar el incidente de hace una semana. Kiara me había empujado por accidente, provocando que perdiera un diente de leche.

Mi desempeño en el taller me exasperaba, pero su sonrisa lo valía todo. Por esa razón continuaba asistiendo, porque adoraba verla feliz.

—Oh, disculpa —se lamentó la maestra—. Deberías colorearla. Dibujaste una bonita manzana, sigue así. No te desanimes, lo harás mejor cada día.

Uno de los niños sentados en la mesa aledaña a la nuestra levantó la mano y la maestra se despidió para dirigirse hacia ellos. El dibujo del hombre araña que el niño levantaba me dejó el claro mensaje de que este tipo de arte no era lo mío.

—Ya la escuchaste, ¡sólo necesitas practicar! —Cogió otra hoja del montón y un lápiz amarillo—. Te enseñaré a dibujar un patito con el número dos.

Accedí sin rechistar. Aunque en lugar de prestarle atención a su explicación, mantuve mis ojos clavados en el hoyuelo de su sonrisa y me bombardeé de preguntas respecto a cuántas historias podrían nacer a partir de ese simple gesto.

Me pasé el resto del taller añadiéndole color a la fruta. Tal vez eso evitaría que la confundieran con una muela. Kiara perfeccionó el dibujo de perro y me lo mostró al final de clase, después lo guardó en su mochila y abandonamos el salón rumbo a la cafetería. A pesar de que me costó convencer a papá, acabé acompañándola a ella y a su padre a comprar bizcochos de calabaza. El señor Rose nos pidió que permaneciéramos allí, pues le llevaría un café a la madre de Kiara.

—¿Esa de ahí es un hada? —Apuntó hacia la ventana situada junto a nuestra mesa.

—¿Qué? ¿En serio? ¿Dónde?

Volteé en esa dirección al instante, mas no divisé nada y me giré, desilusionado. Sin embargo, me sorprendí cuando noté que en mi plato faltaba un bizcocho.

—¡Estaba allí hace un minuto! Debiste ser más rápido.

—¿Piensas que vuelva a pasarse por aquí? Siempre quise conocer a un hada. —Kiara se encogió de hombros. Esperaba que así fuera—. ¿Viste el otro bizcocho? Me quedaban tres y ahora hay dos.

—Quizá se lo llevó ella.

—¿Cómo? Apuesto a que mi bizcocho le doblaba el tamaño.

—¿Acaso no leíste Peter Pan? Tienen polvillo mágico. Eso las ayuda a volar y pueden transportar objetos con él. Si no se lo robó ella, tal vez haya sido el fantasma que ronda el hospital.

—¿Cuál fantasma? —mascullé, atemorizado. Una gota de sudor frío se deslizó por mi frente.

—Los médicos cuentan que deambula por los pasillos. La mayoría se ha topado con él durante la noche. —Tragué grueso y bajé la mirada, mas Kiara lucía relajada—. Dicen que te toma por la espalda y coloca una mano en tu garganta para poseer tu alma. Sabrás que va por ti porque hace un silbido y sopla una brisa fría.

Mordisqueé el penúltimo bizcocho y sentí la masa rellenando el vacío que dejó mi diente antes de salir disparado por los aires cuando resbalé del tobogán. Elegí no relatarles la verdad a mis padres, pues la culparían y me prohibirían hablarle. Por esa razón, les mencioné que tropecé con una piedra mientras corría y que caí de bruces sobre la tierra.

—Si te lo inventaste con el afán de asustarme, felicidades. Lo conseguiste. No dormiré esta noche.

—Había olvidado que nos tocaba quedarnos aquí. —Las comisuras le tiemblan y su sonrisa decae—. ¿Crees que nos dejen irnos a casa mañana? Tuvimos la última quimioterapia hace tres días y ya no sentimos náuseas.

—Ojalá que sí. Desearía irme de aquí. Quiero recuperar mi vida, ser como esos niños que asisten a la escuela todos los días y celebran sus cumpleaños con sus amigos.

Detesté cumplir ocho años en el hospital. La enfermera Berry me invitó una tajada de pastel y aunque agradecí aquel detalle, vomité casi toda la madrugada. No me gustaba acudir a ese sitio, pues significaba que seguía enfermo. Bajé la vista y presencié el momento en que Kiara colocó su mano sobre la mía.

—Pronto seremos libres, te lo prometo.

Dibújame entre letrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora