Ardillas por doquier

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10 años

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10 años

Las piernas me fallaban y presentía que caería al suelo en cualquier momento, pero no dejaba que el cansancio me detuviera. Ella iba mucho más adelantada que yo gracias a su bicicleta. Llevaba la cola de la cometa atada a su muñeca de modo que, al pedalear, esta se elevaba en el aire. Empecé a respirar por la boca cuando menos me di cuenta y no tardé en arrepentirme de proponerle una carrera. Era obvio que me encontraba en desventaja. La escuché cantar victoria apenas llegó al árbol y la vi bajarse del vehículo. Sin embargo, su expresión cambió ni bien notó que jadeaba.


—¿Estás bien, Sebas? —consultó y asentí con dificultad—. Perdón, esto no fue buena idea, ¿quieres un poco de agua? Traje mi botella.

Sacó una de la cesta de su bicicleta y me apresuré a cogerla para bebérmela de un canto. Yacía exhausto. Sentí los ojos del peluche de mono rosado sobre mí, mas no me importó que me observara desde la canasta.

—El que yo me sintiera mejor no significa que tú también lo harías. No debí que haber accedido. —Lucía en serio apenada, ya ni prestaba atención a la colorida cometa que sobrevolaba el cielo—. Lo lamento. Si gustas podemos volver o descansar un rato. Termina la botella si tienes mucha sed.

—Será mejor que me siente antes de descompensarme.

Me acomodé sobre el césped, bajo las ramas del árbol, y ella me imitó. Acabé casi toda el agua y percibí mi corazón a punto de explotarme dentro del pecho cuando apoyó su cabeza en mi hombro. Aquella sensación me asaltaba siempre que estábamos juntos y nos comprendía el motivo. A mi corta edad, mis latidos nunca se habían acelerado por la cercanía de alguien.

Noté que tiró de la cola de su cometa para hacerla descender y una vez abajo, la situó en su regazo. La vitalidad que minutos antes la poseía pareció abandonarla de golpe y temí que fuera mi culpa.

—No quiero que regresen.

—¿Quiénes? —La miré, confundido.

—Las quimioterapias. —Me recorrió un escalofrío. Intentaba no recordarlas—. Recién nos recuperábamos de los efectos secundarios y la semana entrante comienzan las próximas. No me gustan. Se llevaron mi cabello y hasta mis pestañas. Me duele cuando me pinchan. Mientras los demás niños juegan con sus amigos en la escuela, yo tengo que sentarme en el sofá para pasar horas conectada a una medicina. Detesto sufrir náuseas, mareos y vomitar durante la noche, ¿cuándo podré volver a comer los bizcochos de calabaza?

—Yo tampoco quiero estar aquí. No deberíamos pisar este lugar. —La voz me tembló, mas no temía romperme frente a Kiara—. Sé que me corresponde alegrarme por el resto y lo hago, pero no puedo evitar sentir un poco de envidia de los niños que veo camino a casa jugando en el parque. Ellos mantienen una vida normal y no te imaginas cuánto anhelo eso. Desearía que no necesitáramos quedarnos acá, que nos hubiéramos conocido en el colegio y que nunca nos hubiese tocado atravesar esto.

Dibújame entre letrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora