22| Las estrellas que quiero alcanzar

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Siempre admiré a Van Gogh

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Siempre admiré a Van Gogh. No sólo por sus alucinantes pinturas, sino también por cuán rápido se desarrolló en el campo del arte. Empezó a pintar a los veintiocho años y murió a los treinta y siete. Sin embargo, en ese corto tiempo realizó más de novecientos cuadros y mil cien dibujos. Él pintó La noche estrellada, pero nunca aclaró de qué planeta. Recientemente, la NASA publicó fotografías de las nubes de Júpiter sacadas por la sonda espacial Juno, las cuales presentan un gran parecido a la obra del pintor, cuyos cuadros transcienden hasta hoy.

Aun así, no sé si a Sebastián le agrade el hecho de que pintara El viñedo rojo en la parte trasera de su chaqueta de jean. No debí hacer esto sin consultarle, pero no me resistí.

Camino hacia el comedor principal y cuando abro la puerta, mi frente se arruga al no encontrarlo sentado ahí como de costumbre. No ha venido a escribir. No teclea sin cesar en su portátil. No sonríe apenas me observa llegar ni hace que las horas se conviertan en segundos hablándome de sus historias. Le pregunto a Martha si lo vio por aquí, pero ella también desconoce su paradero. Así que decido buscarlo en la biblioteca. Una vez allí, subo las escaleras con dirección a la segunda planta, pues la primera yace desierta. Mi vista lo ubica sentado en un sillón de la esquina, con los ojos clavados en el suelo y las manos entrelazadas. Reconozco que reprime algunos sollozos y rastros de lágrimas en sus mejillas. Su móvil descansa sobre la mesa de centro y un libro permanece regado en el piso porque ni se molesta en recogerlo.

—¿Sebas?

Se sobresalta al escucharme y fuerza una sonrisa.

—Perdón. No sabía que estabas ahí.

—Vine a devolverte tu chaqueta.

Mi piel roza con la suya cuando se la entrego y la siento erizarse en tanto me recorre una especie de corriente eléctrica. Sebastián se la coloca tan rápido que no le menciono nada respecto al dibujo de la parte posterior. Ya lo descubrirá por cuenta propia. Prefiero que lo note cuando yo ya no esté para presenciar su reacción.

—Gracias, Kiara —contesta sin ganas. Sospecho que rehúye mi mirada porque no quiere que lo vea llorar.

—¿Qué ocurre? —Me acomodo a su lado, indispuesta a dejarlo solo sabiendo que algo lo agobia—. Esperaba encontrarte en la cafetería.

—¿Fuiste a buscarme? —Asiento, aunque me mira con incredulidad.

—¿Por qué te sorprende tanto?

—Porque desde hace unas semanas ya no pasas las mañanas conmigo. —Una punzada de culpa atraviesa mi pecho al develar un ápice tristeza en su voz—. ¿Te aburrí hablando de libros?

—No es eso —niego. Me gusta escucharlo y vislumbrar el brillo que enciende sus ojos cuando habla de sus historias—. Lo lamento, no pensé que...

—¿Que te extrañaría?

Dibújame entre letrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora