«Hay sonrisas por las que vale la pena esforzarse y la tuya es una de ellas».
Sebastián se ha resignado a aceptar que nunca vivirá una historia de amor como la de los libros. Por esa razón, decide centrarse en escribir y leer las increíbles novelas...
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Los días cercanos a la víspera de Navidad transcurren con rapidez. Cuando menos reparo, los regalos que donaremos al hospital yacen envueltos, las chaquetas decoradas y el humo de las galletas recién horneadas de Diego proveniente de la cocina inunda nuestra casa. El día que subimos al auto de papá rumbo al lugar que me vio crecer y recaer, empaco el peluche de mono rosado en mi mochila. A veces dejo que Leo juegue con él porque, aunque al principio pensé que lo destrozaría, no le causó ningún rasguño.
Quizá suene inmaduro, pero las noches que extraño demasiado a mamá me duermo con ese peluche. Ella me lo regaló dos semanas antes de fallecer. Ahora entiendo por qué. Mamá sabía que moriría y esa fue su forma de despedirse de mí.
Pasamos frente a la puerta de entrada del hospital, decorada con un arco de globos verdes. Doblamos en la esquina para aparcar el carro en el estacionamiento. Sebastián desciende del vehículo y tomo su mano para asegurarme de que no se trate de un sueño. Ambos vencimos al cáncer. No retornamos para ninguna sesión de quimioterapia ni por una remisión. Las lágrimas se atascan en mis ojos y una vez más, me alegra equivocarme. Creía que si volvíamos sería para recibir hincones de las enfermeras, para contemplar a nuestro cabello escurrirse entre nuestras manos y para que nos ingresaran de nuevo al quirófano. Pero no, estamos sanos.
—Sabía que lo lograrían. —Papá se coloca en medio de nosotros—. No teman, la pesadilla ya terminó. Nada les impide volar ahora.
—Se me vienen demasiado recuerdos a la mente —confiesa Sebastián y levanto mi mirada hacia él, con una sonrisa—. El patio de juegos detrás del pabellón de oncología, los bizcochos de calabaza de la cafetería, Kiara arrastrándome a los talleres recreativos.
—¿Seguro que le permitirán el ingreso a Leo? —consulto, cuando siento su nariz en mis zapatos—. No lo disfracé de duende de Santa en vano.
—Lo cargaré a través de los pasillos para que no suelte un rastro de pelo por ahí. Tiene prohibido deambular por los pabellones, pero puede mantenerse en el patio. —Diego cierra la cajuela del auto apenas termina de sacar los juguetes—. Siempre con correa para que no provoque desastres.
—Hablas como si fuera capaz de arrancarle la mano a alguien.
—Eso casi hace con Ethan la vez que lo conoció.
—Buen chico. —Mi padre se agacha a rascarle la cabeza a Leo, quien le mueve la cola.
—Esa es la actitud, pulgoso —lo felicita Sebastián. Deposita un beso en mi sien y acerca sus labios a mi oído—. Me hace muy feliz volver aquí contigo, ya libres de cualquier enfermedad.
—Ahora solo quiero que el cabello me crezca hasta mi cintura para donarlo otra vez.
—Tienes un corazón maravilloso. No lo cambies nunca.
Entre todos trasladamos los juguetes directo al patio principal, donde se alza un árbol de Navidad con una estrella dorada en la cúspide. De niños, Sebastián contaba las esferas azules y yo las rojas. Quien contabilizara más bolas era el primero en correr a coger su regalo situado debajo del pino. Después nos retirábamos hacia los columpios para abrir los obsequios. Espero que repitamos dicha tradición este año. Planeo entregarle lo que le compré luego de la presentación navideña para los niños. Ojalá no se extienda, porque siete libros me pesan en la mochila.