El penthouse de Javier

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Cogí el volante del auto y conduje hasta donde se situaba su departamento, aparqué y fui directamente hasta su piso, lo cual fue una locura, como si todo hubiese conspirado en mi contra, el elevador estaba en mantención.

Cuando me di cuenta fui a la escalera, miré hacia arriba fijándome en los grises e infinitos peldaños en forma de caracol. Estaba segura de que la torre era tan grande que tardaría un par de minutos, contando las pausas y las taquicardias por mi falta de actividad física de los últimos años. 

Después de un rato estuve finalmente fuera de su puerta entre jadeos y un intenso deseo de beber agua.

Golpeé fuerte la puerta, pero nadie salió, me preguntaba si tal vez estaba en el trabajo, pero no era una hora adecuada para seguir en la oficina un sábado. Estaba casi segura de que debía estar en su hogar, sí, debía, aunque existía la posibilidad de que se hubiese ido a otro lugar, pero conociendo su carácter asocial, era poco probable.

Estaba por rendirme, pero golpeé hasta el último momento. Luego de dos minutos finalmente abrió la puerta.

—Lo siento, me estaba vistiendo —dijo a modo de saludo.

—Si no hubieses abierto esa puerta en este momento te hubiese matado, subí por las escaleras —me quejé.

—Tonta, la mantención es solo de 3 a 5 pm, son cerca de las 6 —dijo riendo.

—Quiero matarte, ¿qué les costaba indicar la hora?

—¿Te quedaste ciega?, mira, ahí está el mismo papel que en todos los pisos, e indica claramente la hora —señaló un pequeño cartel de papel pegado a la puerta del ascensor.

—¿Por qué demonios ponen la hora en la letra pequeña? —seguí reclamando entre la falta de aire.

—No es mi culpa, ve a desquitarte con el conserje, ¿vas a entrar sí o no? —preguntó serio.

—Claro que sí.

Atravesé la puerta depositando mi bolso en el sillón y tirándome justo a un lado de él. El hogar de Javier era tan cómodo, tan impecable, pulcro, debía ser porque casi todo en él estaba en orden y limpio, le hacía juego al blanco de las paredes.

—Ya sé que no somos hermanos de sangre, pero vengo a molestarte y a pedirte un favor —dije esperando que se molestara y me dijera todo lo contrario.

—¿Qué favor? —preguntó mientras se secaba el cabello con una toalla color lila.

—No lo negaste, ¿entonces realmente estás de acuerdo en que no somos hermanos?

—Dime qué favor —insistió fríamente.

—Necesito un celular para poder bloquear mis tarjetas, me da pereza ir a los bancos.

No pasó ni un segundo desde que terminé de hablar, cuando se dirigió al mueble que sostenía un viejo tocadiscos, y sacó desde ahí una caja sellada con un papel brillante.

—Ten, ya me encargué de las tarjetas, están bloqueadas. Pero ve al banco a sacar al menos una nueva, eso no lo puedo hacer por ti, es ilegal. Por ahora usa esta tarjeta, tiene cerca de $800.000, no es mucho, pero puedes usarla mientras recuperas lo tuyo.

—Siempre vas un paso delante de mí, no importa qué. Te reembolsaré todo más adelante —dije, sabiendo que era bastante hipócrita de mi parte, ya que nunca le devolvía nada de lo que le pedía, pero por esa vez quería hacerlo.

—No te estoy pidiendo un reembolso —se quejó tirándome en la cara la toalla con la que se estaba secando el pelo.

—¡Asqueroso! —me quejé también—; pero me sentiría más cómoda haciéndolo.

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