Año 4: despreocupado y jovial

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Era algo bastante inusual si se detenía a pensarlo bien. Era como si ese nudo en la garganta que lo orillaba a un mar de lágrimas estuviera asociado a una persona distinta durante cada periodo del día. Era Cho en sus mañanas, porque se sentía fatal al pensar que si no tenía el beneficio de la duda con toda la escuela, mucho menos con ella. Era Cedric en las tardes, porque sin pensarlo dos veces se dispuso a arruinar su reputación de “Diggory, el hermoso”, como había dicho Seamus, con sólo poner su nombre en el Cáliz, mientras Harry se revolcaba en el fango de su tragedia porque no quería morir, pero era como si todos hubieran acordado empujarlo a hacerlo.

Y por último, pero no menos preocupante, era Malfoy en las noches, porque sus burlas más agravadas e insensibles que nunca sólo hacían efecto horas más tarde, mientras estaba tras las cortinas cerradas de su cama para no mirar al amigo que lo abandonó en cama vecina. Desde tercer año había desarrollado la conmovedora manía de comer chocolates mientras lloraba, masticándolos a boca abierta y con mocos inundándole la nariz. Pero cierta vez sólo lloró más fuerte al punto que tuvo que presionar su cara contra la almohada, porque recordó esa remota madrugada en que también comía chocolate para consolarse de que acababa de soñar sexualmente con alguien tan cruel como Draco Malfoy.

Y si bien era cierto que no había vuelto a soñar con él ni con nadie en particular desde entonces, había sucedido de todos modos. Era como un íncubo que lo perseguía sólo cuando estaba a solas, alimentándose de su energía y de su culpa.

Y si Rita Skeeter en ese preciso instante hubiera tenido el poder de descifrar la esencia de lo que lo afligía cuando ni él mismo había podido, su pluma mágica estaría corriendo sobre el papel a una velocidad incluso superior a la de la luz.

"Sus ojos, de un verde intenso, se humedecen con el fantasma de su pasado cuando nuestra conversación aborda el tema de sus padres, a los que él a duras penas puede recordar..."

—¡Oiga! ¡Yo no tengo lágrimas en los ojos! —dijo casi gritando.

Pero ni él mismo sabía que el supuesto fantasma de su pasado que se le reflejó en los ojos de verdad existía ese día, y esta vez no por causa de sus padres.

Harry se apresuró a volver al aula para lo que denominaban “ceremonia de comprobación de varitas”. Se sentó rápidamente al lado de Cedric y observó la mesa cubierta de terciopelo, donde ya se encontraban reunidos cuatro de los cinco miembros del Tribunal: el profesor Karkarov, Madam e Maxime, el señor Crouch y Ludo Bagman. De pronto fue terriblemente consciente del peso tentativo de una palmada sobre su rodilla y de inmediato quiso morirse.

—Oye, Harry… —le musitó el castaño.

—Cedric… —nombró sin mover un centímetro la cabeza, olvidando por un toque que duró medio segundo su enojo con el mundo.

—Sólo quería decirte que te creo, al menos ahora sí te creo… con la cosa… ya sabes —habló con familiaridad, sin percatarse de su efecto en el niño que vivió.

—¿Qué cambió? —murmuró Harry a duras penas, sintiendo la lengua tensa como si hubiera estado sosteniendo un cubito de hielo en ella mucho rato.

—Confía en mí, lo difícil fue encontrar motivos para no creer. Si los demás cabezas de chorlito creen haberlos hallado es porque en el fondo no querían creerte. Hasta se los habrían inventado, joder —dijo con un humor tan ocurrente que a Harry hasta le dolió el labio inferior de lo fuerte que se lo mordió para sofocar una risa.

—Yo no habría podido decirlo mejor. —Intercambiaron otra risita e intentaron por todos los medios no estallar—. Gracias, Cedric. En serio gracias. Significa mucho para mí. Merlín sabe que no la he pasado bien con “cabezas de chorlito” por doquier.

Al fin se había vuelto a mirarlo.

—Las cosas como son, amigo. Son tontos, todos ellos. —Se encogió de hombros con un mohín que ensanchó la sonrisa de Harry—. Sólo escregutos como ellos pensarían que más fama es motivo suficiente para que alguien como tú diga “adiós, mundo cruel”. Puede que a ellos les excite el peligro, pero me imagino que no eres tan retorcido.

—Cielos, no —rió Harry y Cedric le revolvió el cabello en un gesto simpático que no se esperó.

—La vida es hermosa, compañero. Pero no tenemos la culpa de que el cerebro de ellos sea del tamaño de una almendra y no puedan entenderlo. No preguntaré quién sería el que puso tu nombre en el Cáliz porque el que se quedaría sin entender soy yo. Más bien, cuéntame: ¿qué tal todo con Skeeter?

—Ni lo menciones. Podría matarte de la rabia que traigo —bromeó.

—¡Hey! —Cedric abrió los ojos grises como una lechuza, y en un súbito movimiento que ni se vio venir, le arrancó los lentes redondos.

—¡Hey! —protestó Harry entre risas bajas cuando su mundo se redujo a un amasijo desenfocado, y tanteó en el aire intentando encontrar sus verdaderos ojos. Cedric sólo se los puso mientras reía.

—¡Caracoles, Potter! ¡Estás mal! —gritó el Hufflepuff en un murmullo, y a Harry se le subieron los colores al rostro—. No sólo quieres matarme sino que te quito estas cosas y te dejo incapacitado para hacerlo. Tienes una vista espantosa.

—Bueno, si no me lo dices no me habría dado cuenta, pero igual gracias —le dijo con sarcasmo, y Cedric volvió a sacudir sus órganos al empujarle las gafas por el puente de la nariz. Su cara se enfocó y por una vez Harry no le tuvo envidia a su vida perfecta…

Sino a su cara perfecta.

—De todas formas, ¿por qué querrías matarme a mí? Si aquí mismo en un rincón tienes sentada a la perra..

—¡Cedric…! No puedes decir cosas así con ella cerca —le reprendió en broma, deseando poder decir algo más interesante.

—Hmm… Supongo que tienes razón. ¡Oh, mira! Ahí está Dumbledore.

Todos los caminos llevan a Malfoy - DrarryDonde viven las historias. Descúbrelo ahora