•El rosa en la oscuridad•

13 1 0
                                    

Jennie había amado pocas cosas en su corta vida.
Su familia la echó de casa cuando alcanzó la edad suficiente pero antes de eso, habían sido las criaturas que más había amado con diferencia. Después de aquello, pocos alcanzaron ese ansiado puesto que estaba escondido en su corazón.
Lo cierto era que ella se cerraba para que nadie le hiciese daño, ya que no podría soportarlo de nuevo. Era gracioso que su maldito trabajo tratase de engañar y engatusar a la gente. Odiaba aquello, pero ahora sabía que tal vez todo se debía al maldito karma que volvía a ellas.
Después de tanto tiempo sola, en la pequeña habitación donde le rociaban agua o le traían comida para que no muriese, escuchó algunos pasos desde fuera. Sintió su corazón acelerarse y esperó porque abriesen la pequeña puerta detrás de ella. Odiaba aquel lugar pero debía admitir que las visitas se habían vuelto gratas para ella, sobre todo considerando que ni siquiera podía saber si era de noche o de día. La simple criatura que le bajaba la comida era ya una novedad en su día a día encerrada.
Así que, decir que estaba emocionada era poco. Ya que no escuchó pasos de una única criatura, sino de varias. Sus nervios empezaron a atacarla y por un momento se odió por emocionarse ante la llegada de aquellos extraños. Los recuerdos de que la querían por su sangre volvieron a ella como un mal sueño y negó en repetidas ocasiones con tal de aclarar su mente. «La gente que la tenía secuestrada no eran buenas criaturas...» se recordó, ya que tanto tiempo encerrada sin nadie con quien comunicarse le estaba afectando más de lo que habría querido. Le había cogido cariño hasta a sus mecanismos dispensadores de agua.
Contuvo la respiración cuando escuchó al pomo girarse. Encogió sus hombros sintiendo el miedo en cada fibra de sus escamas. Después, la puerta se abrió y entraron la mujer de la otra vez y el hombre que parecía ser su mano derecha. Al igual que aquella primera vez, ambos iban juntos con un ceño fruncido que arrugaba su entrecejo. Sin embargo, la compañía que traían sorprendió a Jennie hasta el punto de ahogarse con su propia saliva. Detrás de ellos metieron en la habitación a una chica pálida y rubia que venía dando golpes y pataleando todo lo que podía. No dejaba de gritar, gruñir y enseñar sus colmillos de sirena. Jennie sonrió complacida de ver una cara amiga después de tanto tiempo en soledad.
—¡Rosé!—la llamó entusiasmada y moviendo sus cadenas, haciéndose daño en las heridas de sus muñecas. Entonces los ojos de la rubia la enfocaron y Jennie pudo apreciar lo rojos que estaban de haber llorado. Al igual que ella, tenía el maquillaje corrido por las mejillas que formaban hileras negras sobre su piel nívea blanca. Su primera sonrisa en días se desvaneció tan pronto como apareció.
—¡Todo esto es por tu culpa! —le gritó desesperada mientras era apresada en otra parte de la habitación. Le colocaron las esposas en el mismo lugar que a ella. —¡TÚ Y TU MALDITO PERRO! —le gritó gastando sus últimos esfuerzos en zafarse de los brazos que la apresaban. A pesar de sus movimientos Rosé nunca había sido fuerte físicamente y no fue difícil para aquellos malnacidos colocarla en su lugar. Cuando la tuvieron ya sentada y Rosé se dio cuenta de que no había manera de que pudieran escapar empezó a llorar desconsoladamente. Más lágrimas cayeron por sus mejillas dejando pasmada a Jennie, quien siempre había visto a Rosé como alguien fuerte e inquebrantable.
—Maldita rubia...—se quejó la mujer escupiendo en el suelo muy cerca de Rosé. La chica se había dado por vencida y se encontraba en un estado mental extraño. Parecía que no era ella, parecía que estaba alejándose de aquella habitación en su cabeza tal y como Jennie había hecho esos días sola.
Sin decir nada más, se acercó a ella y le observó con una sonrisa.
—Te has portado muy bien, niña. —le comentó despreocupadamente. No parecía que estuviese agobiada con nada y se la notaba tranquila haciendo sufrir a otras criaturas.
—Señora, —le dijo el hombre de la otra vez —conseguimos una carta. No me ha dado tiempo a decírselo con el tema de la sirena...—la mujer gruñó un poco observando a Rosé y después se cruzó de brazos. Suspiró dando por hecho que la rubia ya no suponía una amenaza. Parecía que se había quitado un gran peso de encima.
—Enséñamela. —ordenó sin importarle que siguiese allí con las sirenas presentes. El hombre sacó un sobre arrugado y firmado de su chaqueta y se la entregó a la que parecía su jefa. La mujer se la quitó de mala manera y la abrió con agresividad. Jennie se sorprendió de que no la partiese por la mitad.
—Un viaje de investigación...—murmuró interesada la mujer. Llevó dos dedos hacia su barbilla, pellizcándola. —Ocho miembros de la base van a salir a la aldea de lobos más cercana. —resumió
—Y es posible que tengan a un elegido por la Luna. —alegó el hombre. Sin embargo, mientras el otro intentaba buscar algo de información que le fuese útil ella abrió la boca del asombro. Después sonrió con gracia y malicia.
—Y lo van a comprobar con una criatura "especial"—dijo entonces la mujer con un tono de emoción contenida. El hombre la observó de reojo y ella sonrió.
—¿Podemos confirmar entonces que en la base hay akuanas? —preguntó el hombre con miedo. La mujer entonces sonrió y asintió.
—No podemos afirmar nada pero ciertamente es un inicio. —dijo animada. El hombre asintió y cogiendo la carta de las manos de la otra, salió disparado del lugar, sin decir nada más. La mujer rió de forma maliciosa y se acercó a Jennie con un brillo en los ojos oscuro. La agarró por las mejillas de nuevo y apretó, haciéndola daño.
—Cada día estás más cerca de tu final, niña...—la amenazó haciendo que Rosé levantase la mirada hasta ellas dos. Vio cómo la mujer clavaba sus uñas en la piel de su compañera.
—¿Qué quieres decir, estúpida?—le espetó. Aquello hizo que la mujer la mirase de reojo y sonriese con malicia, no cayendo en su trampa.
—La ves aquí, a tu amiga, vivita y coleando, pero eso no durará mucho. —rió a carcajadas. —Su sangre nos hará poderosos y los humanos volverán a estar por encima de cualquier otro asqueroso bicharraco. —y sin decir nada más soltó a Jennie con gesto seco y se dirigió la salida, cerrando con un portazo que las hizo temblar a ambas.
—Jennie, ¿De qué coño va esto? —preguntó asustada.
—Quieren matarme, Roo...—comentó desilusionada. Algo dentro de ella lo había aceptado y sabía que no podía hacer nada para evitarlo.
—¿Qué? ¿Y eso por qué?
—Dicen que soy una elegida por la luna. Y que mi sangre les importa. —Rosé abrió los ojos y Jennie los notó por primera vez rojos. Se fijó entonces en las lágrimas que se habían quedado a medio camino por sus mejillas.
—¿Y qué van a hacer? ¿Meterte un tubo y sacarte toda la sangre del cuerpo?—el sarcasmo esta vez iba unido con pavor. Jennie notó su tono asustado desde el inicio.
—Dicen que hay una criatura que puede controlar la sangre... Como un hada el viento. —Rosé entonces dejó sus ojos completamente abiertos y su cuerpo y respiración se detuvieron. Jennie estaba realmente perdida en sus recuerdos y en hablar de manera coherente como para estar al tanto de todos los movimientos de su compañera. Pero cuando por fin Jennie se centró en el silencio prolongado y la expresión de su amiga todo pareció caerse a su alrededor. Se rió con desasosiego en el pecho. —Roo, esas criaturas no existen, ¿Verdad? —la rubia se mantuvo quieta, hasta que la escuchó tragar saliva con pesadez.
—Sí, sí que lo hacen...—Jennie perdió todo el color de la cara ante aquella afirmación. Lo primero que pensó era que Rosé estaba perdiendo la cabeza después de todo por lo que estaban pasando, pero después recapacitó. Rosé era de esas criaturas bocazas por naturaleza pero que no hacían afirmaciones tan duras a la ligera. Si no estaba segura de ello, no lo diría.
Así que, si estaba verbalizando la posibilidad de que una criatura fuese capaz de hacer aquéllo su muerte ciertamente podría estar cerca. —Cuando iba al colegio tuve una profesora que adoraba la época en la que vivieron los humanos. La Guerra de la Sangre, creo que se llamaba... —se mojó los labios mientras intentaba ordenar sus pensamientos. No podía equivocarse con aquello y lo sabía. Cerró los ojos para concentrarse. Habían pasado muchos años desde que había cogido un libro de Historia. —Es lo primero con lo que se empieza la Historia de las criaturas. Con dos especies que reinaron el mundo cuando éste acababa de nacer. Unos eran los humanos y los otros criaturas acuáticas ya extintas. —empezó a contar. —No recuerdo mucho más allá de que eran ancestros de las sirenas y que lucharon contra los humanos. Lo cierto es que la mayoría se salta esta parte porque ambas especies quedaron tan destrozadas de la guerra que casi no hicieron una diferencia en nuestra Historia. Sólo a algunos pocos les interesa de verdad...—Rosé se aclaró la garganta y suspiró. —Lo único que recuerdo que me contaron fue que se llamó la Guerra de la Sangre porque fue lo que hizo que las criaturas acuáticas ganaran. Aprendieron a controlar el agua dentro de la sangre de las personas y con eso, pudieron controlar sus cuerpos. Creo que no era una habilidad que tenían todos, sino que dependía de la criatura, lo poderosa que fuera, y eso...—se perdió en sus pensamientos de nuevo asustada por su declaración y lo que aquello implicaba para su compañera. —Así que sí, existen. Pero creía que estaban extintas... —Jennie suspiró y apoyó su frente en los grillentes, dándose por vencida.
—Pues parece ser que, al igual que los humanos, consiguieron sobrevivir...
—Pero entonces...
—Van a matarme.

Akuana [SIN EDITAR]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora