Capítulo 24. Adicción

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Martín

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Martín

Tres días. Habían pasado tres días con sus respectivas noches desde aquel momento que supuso un punto de inflexión. Tres días desde que mi cabeza iba más rápido de lo habitual. Tres días desde la noche que me acosté con Alma en el baño de un garito. Tres días desde que le confesé que la había echado de menos.

Un día. Había pasado un día desde que le envié un mensaje a Alma del que no recibí respuesta. Un día desde que no dejaba de consultar el teléfono para comprobar si, al menos, lo había leído. Un día desde que miraba el esmoquín que colgaba de mi armario con la incertidumbre de si debía acudir al evento o dejarlo pasar.

Una noche. Había pasado una noche desde que mis pensamientos me atormentaban. Se había convertido en la dueña de mi insomnio. ¿Y si cuando Alma me dijo que me había echado de menos no era a mí? Es decir, que lo único que había echado de menos era cuando follábamos y no a mí como persona, con todo lo que me componía y me hacía ser quien era. Con mis aciertos y mis errores. Con mis idas y venidas.

Era jodido no saberlo. Prefería saber la respuesta en lugar de quedarme con la incertidumbre, ya fuera para bien o para mal. Sin embargo, me estaba evitando. No era necesario tener un coeficiente intelectual elevado para darse cuenta de aquello. ¿Acaso se arrepentía de lo que ocurrió la otra noche? Era lo que me daba a entender con sus actos.

Cuando me di cuenta, estaba sentado en la silla de mi escritorio, con la pluma en la mano y un folio en blanco sobre la mesa. Empecé a deslizar la pluma por el papel, trazando letras que pudieron describir cómo me sentía en aquel momento.


No consigo entender su capacidad de instalarse en mi mente y no poder sacarla de ahí. Es como una droga, de esas de las que resulta imposible desintoxicarse. Creo que me he vuelto adicto a ella y no entiendo cómo he podido llegar a este punto. Si es que en algún momento he sido capaz de dejar a un lado ese vicio.

En ocasiones, como ahora mismo, me sorprendo pensando en ella y en su sonrisa canalla, capaz de hipnotizar a cualquiera. Con su metro sesenta lleva la ambición por bandera y yo estoy perdido. Dicen que los mejores perfumes se venden en frascos pequeños, pero el veneno también. Y no tengo muy claro lo que es para mí. 


Miré por la ventana. La ciudad iluminada por el sol de media tarde me devolvió el saludo. Un gorrión se posó en el alféizar de la ventana, dio unos pasos y se acurrucó junto al cristal. Se mantuvo en la misma posición varios minutos, el tiempo que consideró necesario para descansar antes de tomar impulso y volver a volar. Abrió las alas y emprendió el vuelo. La libertad del vuelo era inspiradora. Yo también quería volar. Sentirme vivo y libre.

Había una persona capaz de hacerme sentir así.

Otra vez volví a ella. 

Desbloqueé mi móvil y, tal y como me imaginaba, Alma no había leído mi mensaje. No supe qué más hacer. No quise insistir para no parecer pesado ni incomodarla. ¿Qué había de malo en decir: «Hola. ¿Qué tal estás?»? Era una forma cordial de iniciar una conversación sin parecer desesperado.

Todas las lunas que compartimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora