Capítulo 37. Ojalá vinieras

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Alma

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Alma

Cerré la taquilla y enganché la placa con mi nombre en la solapa de la blazer negra. Recogí dos mechones laterales de mi pelo con una pinza dorada en la parte trasera de mi cabeza y abandoné la sala para incorporarme al trabajo. La vida continuaba con su rumbo habitual como si nada hubiera ocurrido. Para los demás, era así y yo tenía que fingir que todo iba bien cuando todavía no había podido deshacer el nudo que se formó en mi garganta el sábado anterior.

Pese a todo, no me deshice del rojo de mis labios que para mí era más que un simple color. Podía parecer una tontería, pero ese tono me definía y actuaba como un escudo frente a los demás. Cuando me pintaba los labios de color rojo, aparentaba una seguridad que, en muchas ocasiones, no sentía. Sin embargo, de puertas hacia fuera daba la sensación de que fuera así. Me sentía extraña y, por mucho que lo intentara, no podía mentirme a mí misma. Mis ojos estaban enmarcados en unas ojeras tan profundas a causa de las noches de insomnio, que no las había podido camuflar con el maquillaje.

Crucé el vestíbulo y me puse detrás del mostrador de la recepción. No habían llegado nuevos huéspedes para hacer el check in, por lo que no tenía mucho que hacer. Necesitaba mantener la mente ocupada y me puse a revisar el correo electrónico para responder mensajes y revisar las valoraciones de los huéspedes que habían reservado una habitación durante las anteriores semanas. Ese trabajo no me pertenecía a mí, pero a nadie le importaría si lo hubiera hecho otra persona en su lugar.

Cuando cerré la pestaña del navegador, encontré una carpeta en el escritorio que no estaba ahí los días anteriores. El nombre de la misma era 50 Caelum y, con curiosidad, cliqué sobre ella. Ante mis ojos apareció una gran cantidad de fotografías de la fiesta del aniversario del hotel. Estaban ordenadas por orden cronológico y cada una de ellas permitía ver momentos de la fiesta desde multitud de perspectivas distintas. Muchas de ellas estaban tomadas a los invitados, tanto en el vestíbulo como en el salón, otras a mi familia y a mí durante el discurso o el brindis final.

Me dio un vuelco el corazón cuando en una de ellas aparecía encima del escalón con el imponente vestido de color rojo que vestí aquella noche y una copa de champán en la mano. Eso no fue lo que me causó impresión, sino ver a Martín de perfil en la esquina de la imagen. Sonreía, con los ojos brillantes y tenía los ojos clavados en mí, al igual que yo en él. El traje que llevó esa noche le sentaba de escándalo y ver una fotografía suya me afectó más de lo que esperaba.

Desde la madrugada del sábado no habíamos vuelto a hablar y tampoco lo habíamos intentado. Yo no lo había hecho por dolor y orgullo. Un orgullo que más de una vez había ido en mi contra por no saber cuándo dejarlo a un lado y dar mi brazo a torcer. En cuanto a Martín, no sabía el motivo por el que no lo había hecho, pero había dejado de importarme. O eso quería creer. Porque al ver su cara, aunque fuera a través de una pantalla, los latidos de mi corazón se aceleraron. Si el corazón se aceleraba no era por mera casualidad, siempre había algo más oculto tras ese acto involuntario.

Todas las lunas que compartimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora