Capítulo 36. ¿Qué puedo hacer?

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Martín

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Martín

Mi mirada siguió a Alma mientras se alejaba por la calle, sintiendo como el mundo se desmoronaba a mi alrededor. Su figura fue disminuyendo lentamente a medida que avanzaba. El impulso de correr tras ella, de arreglar las cosas en ese mismo instante estuvo ahí. Sin embargo, no me moví. A lo mejor no era tan valiente como intentaba creer. Tal vez, seguía siendo el mismo cobarde que, cinco años atrás, se fue sin despedirse. Supe que no me quedé allí, viéndola alejarse, porque Alma me hubiera dicho que no quería hablar conmigo. Me faltaban huevos. Eso era lo que pasaba.

Cuando Alma giró la esquina y desapareció de mi campo de visión, suspiré profundamente. Me pasé una mano por el pelo, despeinándolo en un gesto de frustración y desesperación. Nuestra discusión seguía allí, en el mismo aire que respiraba y creí que me ahogaría. ¿Qué iba a ser de nosotros a partir de ese momento?

Me giré, con intención de subir a la casa de mi hermano y meterme bajo la ducha. Fue entonces cuando la vi de nuevo. Zoé estaba de pie, cerca de los escalones para entrar a la puerta principal del edificio. Llevaba uno de sus típicos vestidos que dejaba entrever su estilo clásico y elegante al mismo tiempo.

—¿Qué haces aquí? ¿Para qué has venido? —pregunté, enmascarando todas mis emociones bajo una capa de frialdad.

—Para verte. Te he echado de menos.

—Zoé, nosotros ya no somos nada.

Se acercó a mí y se quedó a unos centímetros de mi cuerpo.

—Bueno, eso puede cambiar, ¿no? —Jugó con el cuello de mi camiseta.

Di un paso hacia atrás para incrementar la distancia. Ese gesto le molestó, lo noté en su mirada.

—No, cuando tomo una decisión es definitiva. No hay marcha atrás.

—Cometí un error con Theo. Pero ya se acabó.

—Lo siento, pero no hay nada que puedas hacer para que volvamos a estar juntos.

—Martín...

—No. —Negué con la cabeza—. ¿Cómo has venido hasta aquí?

—Ponía la dirección en la carta que me enviaste.

—¿Y no te quedó claro que se había acabado?

—Sí, pero pensé que si venía hasta aquí, cambiarías de opinión.

—Las cosas no funcionan así, joder.

Puse los brazos en jarra y miré hacia el cielo. Ya había amanecido por completo y yo seguía allí, en la calle y, probablemente, tampoco podría pegar ojo aunque lo intentase. Todo estaba yendo bien. ¿Por qué una simple noche había tenido que joderlo todo?

—¿Has reservado un hotel o algo? —pregunté.

—No.

—¿Por qué?

Todas las lunas que compartimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora