Capítulo 35. Me han roto el corazón

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Alma

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Alma

Cuando acabó la fiesta eran casi las siete de la mañana. Los primeros rayos del sol empezaban a iluminar el cielo y la ciudad fue llenándose de vida gracias a los más madrugadores. Bueno, o los que trasnocharon tanto que el día les había pillado de imprevisto antes de apoyar la cabeza en la almohada. Como nosotros.

Marta y Alejandro se fueron en dirección opuesta a nosotros. Esa noche Alejandro se fue a dormir a casa de mi mejor amiga para aprovechar que la casa se quedaba para los dos solos, ya que el padre de Marta se había ido a otro de sus viajes de trabajo. Nos despedimos en el portal del bloque de edificios donde tuvo lugar la fiesta y yo me fui con Martín, que esa noche me había invitado a dormir con él. Ya no nos importaba si Noel nos encontraba allí, porque ya lo había hecho y el secreto había dejado de serlo.

Caminamos despacio, no teníamos prisa por llegar. Nos esperaba una cama para descansar, pero seguiría estando allí diez minutos antes que después.

—No entiendo cómo puedes llevar esos tacones y que no te duelan los pies.

—El alcohol tiene mucho que ver, hace que se te olvide que llevas más de doce horas subida a unos tacones de doce centímetros.

—¿Llevas doce horas con esos tacones? —preguntó sorprendido.

—No, cuando he ido a casa me los he cambiado y me he puesto otros.

Martín negó con la cabeza y sonrió.

—¿Qué? —pregunté.

—Nada.

—No, ahora lo dices.

—Que siempre que vas subida a unos tacones crees que ganas unos centímetros, pero tienes la misma altura con o sin tacones. La mayoría no te llegan ni a la suela de los zapatos.

Pasé un brazo por la parte baja de la espalda de Martín y me apoyé en su costado. Él pasó un brazo por encima de mis hombros y caminamos juntos. No era la posición más cómoda del mundo, pero nos dio igual. Era un día fresco y el aire nítido de la madrugada me acariciaba el rostro. Nuestros pasos resonaban en armonía, formando una sinfonía tranquila en medio del ajetreo de la ciudad.

—¿Tienes frío? —me preguntó.

Miré mis brazos, a pesar de que estuvieran cubiertos por la fina tela del vestido negro que vestía, la piel estaba erizada. Él no la veía, pero lo sabía.

—Un poco —admití.

Martín se quitó la chaqueta y me la puso sobre los hombros. Sentí el calor de la prenda, pero lo que más me gustó fue que olía a él. No a la colonia que siempre usaba, sino que olía a Martín. ¿Cómo podía explicarlo sin que me tratasen por loca?

El edificio donde vivía el hermano de Martín se vislumbraba a lo lejos, un cálido lugar que prometía refugio. Sin embargo, todo fue la calma que precedió a la tormenta. Al acercarnos, vi a una chica sentada en los escalones de la entrada, con una maleta marrón de Louis Vuitton junto a ella. Me fijé en el momento exacto en que levantó la mirada al escuchar pasos en la acera. Sus labios esbozaron una sonrisa nerviosa y se levantó. Llevaba un vestido de tweed, oscuro, sobre una camisa blanca con un lazo en el cuello. Parecía una muñeca.

Todas las lunas que compartimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora