Capítulo 2. Entre vuelos y Eco

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Martín

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Martín

Miré hacia la zona de embarque. Zoé me abrazó por la cintura y apoyó la cabeza en mi pecho. Los «quédate unos días más» y los «no te vayas todavía» fueron las frases que repitió una y otra vez. Le di un beso en la sien antes de que se separara de mí, y cuando lo hizo le di uno en los labios. El sabor salado de sus lágrimas me hizo replantearme por un momento si estaba haciendo lo correcto volviendo a mi ciudad natal. Pero me había costado mucho tomar aquella decisión como para echarme atrás en ese momento.

—Volveré antes de lo que crees, seguiremos hablando todos los días. Te lo prometo. —Acaricié su mejilla con el pulgar —. Pero tengo que irme ya, están a punto de cerrar las puertas.

Je t'aime, Martín.

Moi aussi, Zoé.

Nos despedimos con un último beso y me dirigí hacia la zona de embarque. Antes de cruzar al otro lado me giré para mirarla por última vez hasta dentro de unos meses. También le dediqué una mirada a mi madre, quien me miraba con los ojos brillantes debido a las lágrimas y mantenía la cabeza apoyada en el hombro de mi padre, y a él, que debajo de esa fachada de hombre serio y frío de siempre, pudo notar un atisbo de orgullo.


***


El avión aterrizó en el aeropuerto con un retraso de treinta y cinco minutos debido a que había despegado más tarde de lo esperado.

El vuelo me sirvió para relajarme y pensar. Bueno o, al menos, lo intenté. Excepto cuando la niña que estaba sentada en el asiento de atrás me lanzaba cosas a la cabeza seguido de las disculpas de la madre. O cuando la señora que estaba a mi lado sacó un rosario del bolsillo y se puso a rezar todas las veces que hubo turbulencias. Sin embargo, mirar por la ventanilla y observar el paisaje entre las nubes espesas fue lo mejor de todo.

La gente se acumuló cuando llegó la hora de bajar del avión. Tanto, que no me pude ni mover, parecíamos sardinas en lata. Algunas azafatas se acercaron para establecer el orden, ya que los empujones y los zarandeos estaban aumentando de nivel.

Cuando conseguí bajar seguí a la multitud hacia la zona de recogida de equipaje. Lo que más odiaba de todo. Tenías que estar atento para que cuando saliera tu maleta pudieras cogerla antes de que algún listillo te la robara o la «confundiera con la suya por casualidad», como ya me pasó en una ocasión.

En el momento en el que empezaron a salir las maletas, la gente se abalanzó para cogerlas lo antes posible sin importarles si le daban un codazo a alguien. Había maletas de todos los tamaños y colores habidos y por haber, pero entre ellas no veía la mía de color azul marino. Con la suerte que tenía últimamente seguro que se había quedado en Lyon.

En la última tanda de maletas que recorrían la cinta apareció la mía. Me acerqué y la levanté con una mano para dejarla en el suelo. Genial, estaba rota. Una de las ruedas no estaba, únicamente se veía el hueco. ¿Me podía salir algo bien alguna vez?

Todas las lunas que compartimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora