Capítulo 32. Quédate

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Martín

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Martín

Eran las diez y media de la noche y seguía sentado en el escritorio, con los codos apoyados sobre los apuntes. Había varios libros esparcidos por la mesa y mi ordenador portátil para realizar cualquier búsqueda. La habitación estaba iluminada por la luz que emitía el flexo y el sonido del lápiz sobre el papel impregnaba el ambiente. Estaba cansado de estudiar y sentía que, tarde o temprano, me iba a explotar la cabeza. En pocos días tenía un examen muy importante de una de las materias del máster, cuya nota era decisiva para aprobar la asignatura. En cuanto hiciera ese examen, podría bajar el ritmo durante alguna semana.

El sonido de una notificación, me sacó de mi estado de concentración. Cogí el móvil y cuando leí el nombre que apareció en la pantalla, no pude evitar sonreír. Alma me escribió un mensaje en el que pude leer: «¿Has cenado?». En lugar de darle una respuesta, opté por llamarla. No fue solo porque la comunicación era más fluida, sino porque me apetecía escuchar su voz. A pesar de que fuera frenética e intensa, su voz me transmitía la misma paz que acumulan los lagos.

Al segundo tono aceptó la llamada.

—Hola, ¿has cenado ya o todavía tienes la cabeza metida en los apuntes?

—No, no he cenado. —Suspiré—. No he tenido tiempo. Sigo estudiando para el examen.

—No sé por qué no me sorprende. —Rio—. Entonces no cenes todavía porque tengo una sorpresa.

—No hace falta. Ahora cojo cualquier cosa de la nevera y ya está.

—Ni se te ocurra. Quiero hacerlo y te mereces un descanso y cenar tranquilamente. Ya estoy llegando a tu casa y no voy a darme la vuelta.

Así era Alma. Cuando se le metía una idea entre ceja y ceja no había quien consiguiera que cambiara de opinión. Probablemente era la persona más testaruda y cabezota que he conocido en toda mi vida. Pero era parte de ella y no podía negar que me tenía completamente conquistado.

No fueron más de cinco minutos lo que tardó en sonar el timbre de casa. Me levanté del escritorio y abrí la puerta. Allí estaba Alma, con una caja de pizza en las manos y una bolsa con una tarrina de helado. Me apoyé en el marco de la puerta y le sonreí.

—El portal estaba abierto. Aquí está tu cena. —Me enseñó lo que había traído—. Puedes elegir entre comerte la pizza, el helado o a mí.

No pude evitar soltar una carcajada.

—Estoy hambriento, así que no descarto que sean las tres.

—Qué atrevido.

Me hice a un lado y la invité a entrar a la casa. Me sentí abrumado por su gesto. No me esperaba que fuera a hacerlo pero no pude negar que me gustó.

Nos dirigimos juntos a la cocina y dejó la cena sobre la isla de mármol.

—Gracias.

—¿Por qué?

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