Capítulo 33. Qué casualidad

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Martín

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Martín

Parpadeé contra la luz de las primeras horas de la mañana que se filtraba por las cortinas. Giré la cabeza hacia la izquierda y me encontré con el pelo rubio de Alma repartido por mi almohada. Me permití observarla mientras dormía pacíficamente a mi lado. Sus rasgos delicados estaban iluminados por un suave halo de luz matutina y contrastaba con la piel de sus mejillas, salpicada de pecas. Contemplé la forma en que su nariz pequeña y recta se curvaba ligeramente, dándole un toque de coquetería a su expresión mientras dormía.

En aquel instante, mientras la miraba, mi mente se vio inundada por un recuerdo que llegó como un fogonazo de luz. El día que nos conocimos en aquella bulliciosa parada de metro. Tenía dieciocho años y muy poca idea de qué era la vida. Los dos esperábamos que llegara el metro. Ella con una camiseta con las fases de la luna y el pelo suelto y yo con una mochila y el cuaderno en el que escribía en aquel momento. Solo hizo falta que un niño echara a correr por delante de mí para que girara la cabeza y la viera. Cuando llegó el metro nos sujetamos en la misma barra y busqué la pregunta más tonta que se me ocurrió para hablar con ella: «¿Te gusta la luna?». Después de pronunciar la pregunta quise que me tragara la tierra y desaparecer de aquel vagón de metro. ¿Cómo podía ser tan tonto?

Alma me miró con curiosidad y me dejó sin palabras con su respuesta: «Claro, yo soy como la luna. También tengo una cara oculta que nadie más conoce». A partir de ese momento me tuvo a sus pies. Podía recordar cada detalle de ese momento. El movimiento del metro, el ruido ambiental del vagón y la mujer que leía un libro sentada a pocos centímetros de nosotros que fue testigo de nuestra primera interacción.

Aquel día escribí por primera vez sobre la rubia del metro que estaba obsesionada con la luna.

Un suspiro se escapó de mis labios mientras revivía nuestro primer encuentro en mi mente. Sin embargo, justo en ese momento, Alma se despertó. Sus largas y oscuras pestañas se movieron lentamente mientras abría los ojos y se estiró con gracia. Al notar mi presencia, se cubrió rápidamente la cara con la sábana. Fue un gesto tímido y dulce, como si quisiera protegerse de la luz y el mundo exterior. Su risa tímida llenó el aire, rompiendo el silencio de la habitación y llenando de calidez mi corazón.

Sonreí y extendí la mano para apartar suavemente la sábana que cubría su rostro. Quería perderme en la profundidad de su mirada, explorar cada detalle de su ser, y revivir cada una de las lunas compartidas que nos habían llevado a ese momento.

—¿Por qué te tapas?

—Porque estoy fea y hasta dentro de unas horas no voy a ser persona.

—Tú no serías fea ni aunque te pusieras una bolsa de basura en la cabeza.

—Es la declaración de amor más bonita que me han hecho nunca —ironizó.

—Cállate, idiota. —Me reí—. ¿Sabes de qué me he acordado?

Todas las lunas que compartimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora