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No recuerdo bien como eran los corredores de mi antiguo instituto. Es más, creo que, si me dejaran en el centro del mismo sin un mapa o indicaciones, no podría encontrar la salida. No porque fuese demasiado complejo, pero cuando era estudiante, nunca tenía la mente en donde debería tenerla. Quizás me arrepiento un poco, quizás incluso desearía poder volver al instituto y memorizar cada detalle que he olvidado, y también, a observar cada cosa sencilla que recuerdo. Como el grifo en medio del corredor donde los jugadores de fútbol metían la cabeza y la movían hacia los lados como si fuese un comercial de champú. O las taquillas del tercer pasillo, las que todo estudiante deseaba tener porque eran lo suficientemente grandes como para esconderse en ellas durante la clase de geografía.

O los profesores, algunos en específico cuyos nombres, hasta el día de hoy, no he logrado olvidar.

Natalie Gretzky, quien fue mi profesora de inglés durante todo el primer año, era la amante del tipo de la limpieza. Poco se hablaba de ella, a excepción de cuando se le veía salir del closet de las escobas totalmente despeinada y con la falda al revés. Corría el rumor que las tres semanas que estuvo ausente durante el segundo trimestre, se debía a que se había hecho un aborto. Era joven, rubia y cálida. Aunque tendía a distraerse mucho durante sus lecciones. No hay mucho más de ella que pueda contar.

Matt Mattie, también conocido como “El director” era un hombre respetable frente a sus compañeros de trabajo, pero aún puedo recordar claramente el momento exacto en el que entró en mi salón entonando “Be out guest” con fingido pero marcado acento inglés. Cuando el profesor entró, pretendió que estaba regañando a un alumno, aunque le costó justificar el porqué de las velas prendidas en sus manos. Me agradó desde el minuto uno.

Gideon Marsh, mi profesor de literatura, era el mayor fanático de The death poets society. Por lo mismo, sus clases estaban repletas de metáforas sobre la poesía. Ninguna quedaba como él quería, y la mayoría de las veces se encontraba a sí mismo preguntándose por qué decidió ser profesor. No le entendía en ese entonces, y no lo entiendo ahora.

Y, por último, mi profesor favorito, y el único al que agradecí no perderle el rastro jamás. Marlon Ander, mi profesor de historia. A pesar de que jamás me gustó su asignatura, escucharle hablar era un deleite.

Aunque sus clases no eran precisamente la razón por la que me gustaba ese profesor.

- ¿Y cómo está ese pequeñajo? La última vez que te visité, estaba muy intranquilo –Reí ante el recuerdo de Louie, que no se quería quedar quieto cuando Marlon intentó cargarle.

-Cada día más quejoso, ha tardado más de lo esperado para adaptarse a los ambientes nuevos. Supongo que es muy pequeño –Y entonces, el recuerdo de Louie jugando con los rizos de Wyatt apareció en mi cabeza –Aunque ya hay alguien más que tolera aparte de mí. –Él pareció interesado.

- ¿Alguien en especial? –Hice una mueca al ver las intenciones de su mirada.

-No, solo un niño del vecindario –Respondí –Me salvó de meterme en problemas y desde entonces hemos pasado tiempo juntos. A Louie le gusta muchísimo.

-Eso es nuevo –Pareció estar analizando la situación –Normalmente no dejas que nadie se te acerque tanto.

-Es diferente, es un niño. No podría quitármelo de encima incluso si lo intentara. Además, le agrada Louie. –La voz de Wyatt llamándome “su único amigo” reapareció en mi cabeza, dejando un extraño peso en mi estómago.

-Creí que el único niño que tolerabas era Louie –Soltó una risilla - ¡Demonios! Cada lunes entras a mi salón como alma que lleva el diablo, para quejarte de la hija de tu vecina. –Le apunté con el dedo.

AsteriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora