Fotografía 62

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Tapiz con el árbol genealógico de la casa Black, localizado en Grimmauld Place.

—Draco, demuéstrale a Rowle lo contrariados que estamos. ¡Hazlo o descargaré mi ira sobre ti!

Fue como si Harry despertara de golpe, tomando una gran bocanada de aire y encontrándose tirado en el suelo del lavabo. La cicatriz le había dejado de doler. Se sentó, recordando la cara desencajada de Draco. Estaba claro que a Draco no le divertía estar torturando a la gente.

Sintió asco al ver la forma en que trataba a sus subordinados. Harry estaba seguro de que Voldemort obligaba a Draco a torturar a los demás por el simple hecho de disfrutar de su expresión. Porque Draco no podía disimular su expresión horrorizada.

Incluso con los ojos abiertos, todavía seguía viendo su rictus. Harry creía que nunca se le olvidaría, que le perseguiría en pesadillas. Se sintió inquieto. ¿Cuántas veces había tenido que torturar Draco? ¿Cuántas habían sido por voluntad propia? ¿Y él? ¿Había sido castigado por no ser él mismo el asesino de Dumbledore?

Los golpes en la puerta le distrajeron.

—¿Buscas tu cepillo de dientes, Harry? ¡Lo tengo yo!

—Sí, gracias —le respondió a Hermione.

Harry se apresuró a coger el objeto y a encerrarse de nuevo en el baño. Se apoyó sobre la pica, inspirando profundamente.

Minutos atrás había estado observando el tapiz de la familia Black. Se había acordado inevitablemente de Sirius con nostalgia. También de Draco en cuanto vio su nombre. Se había preguntado cómo le estaba yendo, sin saber que momentos después vería una visión de él en primera plana. No de la forma en que le habría gustado, claro.

Caviló sobre su relación con Draco. Había sido muy inestable. Las diferencias les separaban demasiado, a pesar del esfuerzo que pusieron ambos. Claro que Harry también asumía parte de la culpa. El apellido de Draco siempre había tenido un gran peso en él y no supo valorar más allá del apellido. No como se había merecido el chico.

Aunque también Draco se lo había puesto difícil con su forma de pensar. Sin embargo, a la hora de la verdad, Draco estaba demostrando ser no tan cruel como habría creído. De las palabras a la acción había un trecho muy grande y Draco era el claro ejemplo.

Harry se echó agua en la cara y se miró al espejo.

El ministerio había caído a manos de Voldemort y ya había muchas bajas. Entre ellas, la más importante: Albus Dumbledore.

¿Qué iba a hacer él solo? Necesitaba su guía, pero las palabras de la tía Muriel le vinieron a la mente.

Decidió que era mejor no fiarse del todo en las palabras de una mujer cotilla.

Maldijo porque Dumbledore no le había dejado más pista sobre los Horrocruxes. ¿Dónde podían estar? ¿Qué eran? Se sentía demasiado perdido, demasiado asustado y demasiado inquieto.

Solo tenía diecisiete años. ¿Y el mundo mágico esperaba que él los salvara de Voldemort? Ni siquiera sabía cómo había sobrevivido a Voldemort la noche de su traslado a la casa de los padres de Tonks. Había sido su varita, por mucho que sus amigos y los demás insistieran en que había sido por puro instinto.

Sintiendo que su cabeza empezaría a doler de nuevo, y no por culpa de la cicatriz, decidió dejar de pensar en tantas cosas a la vez. Estaba cansado. Era mejor lavarse los dientes e irse a dormir. Deseó haber aprendido mejor oclumancia, así podría vaciar su mente tal y como le decía siempre el asesino de Snape.

Al menos, Draco podía encontrar algo de consuelo como oclumante.

—Mañana será otro día.

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—¿Cuántas visiones de esas crees que tuvo tu padre...? —Scorpius tragó saliva.

—Deseo que hayan sido pocas, pero me estaría mintiendo —murmuró Albus.

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