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«Tengo algo que contarte»

Tic, tac, tic, tac...

El sonido incesante del reloj en la mesita de noche, era insoportable; a pesar de escucharlo todos los días, estaba segura de que nunca me acostumbraría a él.

Me levanté del pequeño colchón de aire en un santiamén; ya ni siquiera me inmutaba cuando las plantas de mis pies tocaban el helado suelo del dormitorio.

Luego, me quedé a un lado de la puerta de metal en espera de lo mismo de cada día.

En menos de cinco minutos, la seguridad del ala a la que pertenecía, abrió la puerta y entró al dormitorio. Por mi parte, me recosté en una esquina de atrás de la puerta con tranquilidad.

—¿Niña? —su voz gruesa me llamó.

Me lamí los labios resecos y me despegué entonces de la pared.

—Aquí estoy.

Ella se volteó enseguida y me escaneó de arriba a abajo sin ninguna emoción.

—Tienes menos de diez minutos.

Una sonrisa vacía se formó en mis labios.

—Como siempre —contesté, saliendo con ella detrás de mí.

Como todos los días, cada una de las ingresadas tenía un tiempo limitado para asearse, cepillarse los dientes o hacer cualquier otra cosa que tuviera que ver con sus necesidades básicas.

Cuando llegué a los cubículos no me sorprendió ver la enorme cola de jóvenes, algunas con caras angustiadas por no querer desnudarse frente a nadie, y otras con cara de indiferencia porque ya estaban acostumbradas.

La escolta me empujó hacia delante, posicionándome en una de las filas. Entonces, traté de ubicar a una persona entre la multitud, pero fallé en el intento.

En ese momento, la escolta habló:

—¡Escuchen bien todas! —llamó la atención en voz alta, mientras comenzaba a agitar contra el suelo el bate de hierro que llevaba siempre en su mano izquierda, con la intención de intimidarnos. Aunque, conmigo no lograba ningún tipo de sumisión, la mayoría de las chicas le tenían tanto temor que, como de costumbre, agacharon sus cabezas y se prestaron a escuchar totalmente lo que ella tuviera por decir. —Como siempre, —Se paseó de una fila a otra, y cuando sus ojos grandes y negros se encuentraron con mis verdes nos quedamos mirando fijamente. Como siempre, no cedí a a bajar la mirada y dejarme intimidar. Así que al final, ella apartó sus ojos de mí para mirar a otras chicas— tienen menos de diez minutos para asearse y cepillarse los dientes, antes de que les toque a las del ala oeste. ¡En fila y sin hablar!

Me coloqué detrás de una chica pelinegra aún en la fila correspondiente. Después de cruzar una esquina, otra seguridad se acercó a nosotras con unos pequeños botes de shampoos para el pelo, jabones, toallas y batas nuevas y no los entregó en una canasta de plástico como siempre.

Como de costumbre, al llegar a los baños, bajo su atenta mirada, tuvimos que desnudarnos. Todas. Incluso las chicas de menos edad.

En silencio, todas nos bajamos la cremallera, dejando caer la bata a nuestros pies y dando un paso fuera de ella. Luego, cada una miró al suelo marcado por línea de colores, analizando en qué línea estaba pisando cada una.

Era una pequeña e ineccesaria regla que aunque tenía poco tiempo ya había sembrado terror en la mayoría de nosotras; eran tres colores y tres estados. Si estabas pisando la línea azul, te tocaba la regadera de agua helada, amarilla: agua súper tibia, y roja... podría decirse que era la peor.

Alma de acero y corazón de cristal [En proceso]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora