♡ Capítulo 39

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   La justicia en verdad existe, aunque a veces se manifiesta de las formas más oscuras, y en el caso de Katlyn Reed... Ella fue víctima de sus propias decisiones.

Conrad Smith había contratado a un detective privado, quien le mostró fotos y demás evidencia sobre la infidelidad de su mujer; no con un desconocido, sino con Nathan, ¡su hijo! Aquel perjurio le era imperdonable, y el hombre de 72 años decidió vengarse.

Pudo haberle pagado a un sicario, para que realizase el trabajo sucio por él, pero deseaba sentir la sangre de los traidores en sus propios dedos. Así que elaboró su plan, y les emboscó durante una cena familiar, en la que los expuso cómo los traidores que eran; al mismo tiempo que los veía retorcerse por la sustancia que les había puesto en sus alimentos.

No se trataba de veneno, sino de un paralizante.

Una vez los tuvo a su merced, Conrad tomó su cuchillo afilado, y con este les perforó sin piedad.

Asesinó a Nathan primero, porque deseaba dejar lo mejor para el final.

Disfruto del temor que vio en los ojos de su esposa, también de sus lágrimas de sufrimiento. La víbora no podía hablar, lo cual fue una ventaja, siendo que Katlyn era muy hábil con las palabras, y sabía cómo envolverlo en sus mentiras.

¡Él la había amado! Cuánto la había amado.

Tal vez por eso aquello le doliese tanto; porque ella no solo lo había herido en su hombría, sino que había machacado su corazón.

Se echó a llorar tras ejecutar la masacre. Sus ropas estaban cubiertas de escarlata, y los cuerpos estaban dispuestos a su alrededor, siendo despojos irreconocibles tras recibir tantas cuchilladas.

Había creído que la retribución le concedería dicha, pero no fue así.

Se concebía más miserable que antes.

• ✦ •

   Christopher se enteró del crimen por la televisión y no hizo comentarios al respecto, tampoco se regodeó. Katlyn Reed le había hecho daño, pero no por eso se merecía tal final; ni mucho menos lo merecía esa criatura inocente que había estado creciendo dentro de ella.

Oró por aquellas almas esa noche, y se permitió pensar sobre lo que le deparaba tras la muerte.

«¿Existe aquel paraíso del que mi padre siempre habla durante sus sermones?... Y de ser así, ¿seré yo digno de acceder a tal lugar?»

Aunque, últimamente, tenía muchos pensamientos tristes, trataba de dejarlos de lado cuando estaba con Juliette...

***

Erik Johnson se alegró de ver al muchacho en su consultorio, aunque poco después se le quitó la sonrisa de la cara.

—Está sucediendo otra vez, doc —dijo Christopher—. Los dolores, el cansancio...

Lo sometió a varios exámenes, y con abatimiento confirmó que su paciente estaba rechazando el trasplante, a cinco meses de haberse realizado la cirugía. Sintió enojo, también padecimiento, porque le había tomado a este gran cariño; pero trató de mostrarse calmado y de no exteriorizar ante él sus emociones.

—Te incluiré nuevamente en la lista para obtener un donante... Aunque aún hay tratamientos alternativos que podríamos intentar...

—Ahórrese las falsas esperanzas. Ambos sabemos que esos tratamientos no van a servir de nada, ¡porque ya lo probamos todo antes!, y no resultó; así que solo dígame, ¿cuánto tiempo me queda?

—Dos meses más, tal vez tres...

—¡Joder! —pronunció la blasfemia con un tono jocoso, burlándose de su propia desventura—. Así que no veré caer la nieve este año, y tampoco llegaré a cumplir los 31...

—Christopher... muchacho... —El médico puso una mano sobre el hombro izquierdo de su paciente, para brindarle de ese modo fortaleza—. Lo siento mucho.

—No se lamente, doc. Usted hizo todo lo que estuvo en sus manos para tratar de sanarme —contestó Chris­, luego le hizo aquel pedimento—. No quiero que nadie más se entere de mi condición.

—¿Qué? No puedo... Juliette debe saberlo.

—Yo se lo diré, en su momento... Seguiré todas las indicaciones que usted me diga, pero no quiero volver a internarme en un hospital.

Dio un paseo por la costa de San Francisco, tras salir de la consulta médica. El verano estaba por llegar, y se percibía en el ambiente, en la cálida frescura de la brisa marina, y los olores que a esta acompañaban. Se sentó sobre una roca grande, y se permitió contemplar el paisaje. Cerró los ojos, disfrutando de las sensaciones. De los sonidos, de los olores, del golpeteo de la brisa en su piel, y el estremecimiento que a esta proseguía.

Aunque debería estar enfadado, tras enterarse de que se iba a morir, en su corazón no había enojo, ni rencor hacia Dios, más sí respeto y gratitud; porque, hacía no mucho, cuando había sufrido un paro cardiaco, le había pedido a este que le concediese salud para de esa manera poder estar con la mujer que amaba, y su deseo fue concedido. Recibió ese trasplante, y en los meses que prosiguieron había experimentado más belleza, placer y alegría, de la que muchos hombres de 100 años hubiesen tenido el privilegio de jamás sentir.

¿Cómo no agradecer por ello?

¿Cómo no sentirse afortunado?

*

   Regresó a su domicilio, y trató de portarse con normalidad.

Emilia había invitado a Juliette a cenar, y fue algo agradable, el que su novia estuviese sentada a su lado, compartiendo aquella rica comida cacera, mientras su madre no dejaba de parlotear, y su padre mordisqueaba sus alimentos del modo más silencioso posible. El contraste entre las personalidades de estos, era radical, tanto, que costaba entender el cómo se hubiesen emparejado; pero Chris sabía que no seguían juntos por costumbre o por mandato religioso, sino por amor. Se habían conocido siendo muy jóvenes, cuando su padre no había sido más que un estudiante de teología, con muchos sueños, pero sin un solo dólar en sus bolsillos. No obstante, Emilia, decidió contrariar los deseos de su pudiente familia, y desposarse con él. Ella siempre había creído en sus ideas, y precisamente, había sido su apoyo incondicional, lo que permitió que Tomas Keller lograse convertirse en un respetado predicador.

Al terminar la cena, Christopher tomó a su novia de las manos y la guio por las escaleras hasta su cuarto. Este estaba decorado con un papel tapiz infantil, de cohetes y estrellitas; ella se echó a reír a penas entrar, y él adoró el verla así de contenta, y ajena a su enfermedad.

—Ven a la cama conmigo —le dijo, pero Juliette no se movió.

—Christopher Keller ... —expresó de un modo solemne, cruzando sus brazos frente a sus pechos—. No voy a tener sexo contigo, cuando tus padres están allí abajo... a pocos metros de distancia.

Chris se carcajeó, mofándose de su hipocresía. ¿Acaso no habían fornicado en Nueva York, estando los padres de ella en el cuarto de al lado? ¡Oh, Juliette! Su adorable mojigata, quien también podía ser su gatita perversa, dependiendo de las circunstancias.

—¡Quién ha hablado de tener sexo aquí! No seas mal pensada, Jules —refutó, con fingida inocencia—. Yo solo quiero que te acuestes cerquita mío, que me dejes abrazarte y darte calor.

¿Cómo resistirse a su cara linda? ¡Era imposible! Christopher era un diablillo sensual, y ella estaba loca por él.

Se quitó las sandalias que cargaba puestas y se tumbó en la cama. Se dieron besos suaves y se toquetearon un poco por encima de sus prendas. Después, se acurrucaron.

— Lo he decidido... Me mudaré a tu departamento.

—¿Hablas en serio?

—Sí.

Todo lo que quiero, eres túDonde viven las historias. Descúbrelo ahora