♡ Capítulo 43

166 20 2
                                    

    «Chris se ha ido»

Nada la había preparado para esa noticia, ni para el dolor que prosiguió. Sintió la muerte dentro de su cuerpo, lóbrega e insoldable, porque con él una parte de sí se había esfumado. Esa que tenía esperanza, y que creía en el amor. Ya no había luz, ni alegría a su alrededor, únicamente una tristeza tan grande que siquiera podía levantarse de la cama. No recordaba los eventos que prosiguieron, el funeral fue cómo estar teniendo una pesadilla, estaba sucediendo, pero ella no deseaba estar allí. Quería despertar, y volver a tener a su Christopher entre sus brazos, para pasar los dedos, por su pelo rubio, y por el contorno de su barba, para besar sus labios y escuchar su voz. Quería reír con él, hablar de lo que fuera.

Sentía su presencia en el departamento, esa que se manifestaba con migajas, a través de objetos que una vez le pertenecieron o que él una vez usó. Le había prometido cuidarla siempre, ser su ángel. Y trató de aferrarse a eso, a la posibilidad de que en realidad existiese un cielo. No obstante, no poseía esa clase fe; las oraciones no le concedían ningún alivio, ¡nada parecía hacerlo!, y una tarde de desesperación, condujo hasta el Golden Gate.

Aparcó el vehículo a los bordes del puente. Bajó, y se inclinó sobre el barandal de color rojo. Vio el agua debajo, y esa distancia inmensa que la separaba.

Solo tenía que saltar y estaría con él.

"No quiero que hagas ninguna locura, Jules.

¡Debes ser fuerte!

Prométeme que aprenderás a vivir sin mí, aunque eso implique que debas olvidarme.

No quiero que te aferres a mi amor, si te lastima.

Ni que te tortures, recordándome."

Se permitió llorar.

Luego, gritó.

Estaba enojada con él, por esas promesas que la obligó a hacer.

Quería rendirse, ¡estaba cansada de ser fuerte!

Y no quería olvidarlo.

¿Cómo podría?

Si le había concedido los momentos más hermosos. Había conocido la felicidad, y el placer a través de él.

Christopher Keller había encendido su corazón cómo una vela, y este había ardido hasta desvanecerse.

No estaba rota, ¡estaba destruida!

Su mal no iba a ser remediado, y nada más deseaba que el suplicio acabase.

Puso su pie sobre uno de los barrotes que componían el barandal. No obstante, esos sujetos aparecieron. Eran parte del equipo de seguridad que custodiaba la zona en busca de algún posible suicida.

La persuadieron de alejarse del borde, y la acompañaron a casa.

Dejaron constancia de lo ocurrido en un expediente, y además de pagar una multa, debió acudir a varias charlas de mierda, donde le hablaban sobre lo maravilloso que era vivir.

Fue después de eso que renunció a su trabajo en el hospital, aunque probablemente iban a acabar despidiéndola de todos modos, debido a esas ausencias y faltas que estaba cometiendo.

—No puedo hacerlo. No puedo seguir siendo una enfermera —dijo a su amiga; y ese mismo día, vació su casillero, y se marchó del establecimiento, para no volver más.

Sus padres le hicieron una visita, tras recibir una llamada preocupante de parte de Sophia, y trataron de persuadirla de mudarse a Nueva York con ellos.

—No tienes por qué pasar por esto sola, cariño. ¡Nosotros estamos aquí para ti! Y te amamos, te amamos tanto —le había dicho su madre, y concibió remordimiento, al pensar en lo que había estado a punto de hacer en ese puente, y el impacto que tal decisión tendría sobre sus seres queridos.

—Lo sé, y yo también los amo —respondió, rodeándola con sus brazos. Era más alta, por lo que, debido a esa diferencia de altura, pudo besarla en la frente—. Pero necesito un cambio, no puedo seguir viviendo aquí y tampoco en Nueva York... Quiero mudarme a un lugar soleado y hermoso, qué sea cómo un lienzo en blanco... ¡Un nuevo comienzo!

Le dieron dinero para que se sostuviese por unos meses, y la apoyaron en su decisión de mudarse a la ciudad de Miami. Empacó sus pertenencias, llevándose solamente lo esencial, ya que del resto se deshizo en una venta de cochera.

El día antes de partir, hizo una visita a la familia Keller.

Emilia aún vestía los colores del luto, y tenía ojeras bajo sus ojos. El predicador también le pareció triste, aunque lo disimulase por medio de su carácter frío. Les informó su decisión, y ambos le concedieron sus mejores deseos.

El viejo Buddy se subió a sus piernas, y ella le concedió sus caricias, al rascarle el lomo de color café.

Cuando Thomas Keller se fue al trabajo, Juliette y la señora Keller comieron las magdalenas de chocolate que habían estado horneando, mientras compartían chismes de farándula. Se agradaban, eso era genuino.

—Quiero que tengas esto... Christopher me habló sobre su viaje a Nueva York, y de esas fotos tuyas que encontró de cuando eras una niña, y me pidió que buscase unas de él, las más vergonzosas, para así mostrártelas y hacerte reír... ¡Cuánto adoraba hacerte reír!

Juliette tomó el álbum y pasó las páginas con fascinación.

¡Ese era Christopher Keller en todo su esplendor!

Siendo un niño adorable y travieso. Al final, estaban esas fotos más actuales. De él en sus tiempos de abogado litigante, cuando aún no le habían diagnosticado la enfermedad. Viéndose guapo, con un traje azul marino que hacía resplandecer sus hermosos ojos, ¡y esa sonrisa suya!, pícara, muy desvergonzada.

Pasó sus dedos por sobre aquella imagen, y no pudo evitar llorar.

Emilia se preocupó, y le pidió disculpas por su impertinencia. No había deseado causarle un daño.

—No —le aclaró—. Me encantó el obsequio, en serio... Gracias.

La mujer le tomó de las manos.

—Siempre serás bienvenida a este hogar, Juliette... Fuiste el amor de mi hijo, ¡su único amor!, y eso te hace parte de mi familia.

Todo lo que quiero, eres túDonde viven las historias. Descúbrelo ahora