2. Promesas aun sin romper

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Astrid abre los ojos a medias, sintiendo su frustración incrementar con cada repiqueteo insistente del timbre de su teléfono. Se frota los párpados, mira su reloj y descubre que son las diez de la mañana; hace cuentas mentales para llegar a la conclusión de que apenas ha dormido cinco horas y media, después de haber pasado la noche revisando el mentado documento de Ramón.

—¿Diga? —pregunta, luchando contra la modorra.

¿Estabas durmiendo? —El tono petulante en la voz de Ramón no le pasa desapercibido—. Dime que terminaste de revisar la presentación.

—Sí. Ya está lista —responde ella sin preocuparse por disimular su fastidio.

Paso a tu departamento por ella en una hora.

—No —responde Astrid con tono firme—. Tengo muchas cosas que hacer hoy y no voy a estar aquí. Te la doy en la fiesta como habíamos acordado.

Un sonido gutural es lo que obtiene por respuesta.

Paso ahora mismo por ella, entonces —insiste él.

—Te la doy en la fiesta, Ramón —El tono de Astrid es firme—. Estoy a punto de salir.

Pero si estás dormida.

Créeme que ya no —Astrid se pone de pie y se va a la cocina para poner a funcionar su cafetera.

Después de dos intentos más, que resultan igual de infructuosos que el primero, Ramón por fin se rinde. Astrid cuelga la llamada, meneando la cabeza de un lado al otro.

Después de desayunar y darse un baño, se va a la tintorería para recoger el vestido que usará esta noche; un lencero negro de espalda descubierta que ha estado guardando en el armario por varias semanas.

Más tarde se va a Plaza Kukulkán y recorre varias zapaterías, hasta encontrar las zapatillas perfectas para acompañar el vestido. En medio de su búsqueda, que en su mente es lo más parecido que ha hecho a la secuencia de shopping de Mujer bonita, se topa con un bolso de mano plateado, precioso, que le hace ojitos.

Sonríe, admirándolo a través del escaparate, visualizando lo bien que quedaría con el resto de su atuendo. Mira el precio en la etiqueta y siente una punzada en la boca del estómago. Su sentido de la responsabilidad le dicta que esta sería una compra inútil.

«¿Cuántas veces en tu vida crees que vas a usarlo?», pregunta su subconsciente usando la voz de su mamá, que era la encargada eterna de estirar el dinero de su casa para que les alcanzara hasta el final de la quincena.

Astrid suspira, hace una mueca, intenta convencerse de que está sopesando seriamente la situación, pero en realidad, la decisión está tomada mucho antes de que su mente consciente le insista en que merece consentirse un poquito de vez en cuando. Entra a la tienda y se acerca a la vendedora de piso para pedirle que le enseñe el bolso.

Cuando sale de ahí, mira su reloj, le quedan veinte minutos antes de su cita en la estética, así que se apresura hacia el área de comida para conseguirse algo rápido de comer.

—¿Despunte y alaciado? —le pregunta Ofelia, su estilista favorita, acariciando la gruesa melena negra de Astrid.

—Sí, por favor —responde ella, mirando a la chica en el reflejo del enorme espejo que está empotrado en la pared—. Necesito asegurarme de que se quedará en su lugar a pesar de la humedad.

—Qué friega que tengamos que hacernos tantas cosas mientras que ellos solamente se bañan y ya están listos para la fiesta —dice Ofelia, sonriendo mientras coloca dos pares de tijeras, algunas pinzas y un peine en las bolsas de su mandil de trabajo—. ¿Cómo está Mario?

Los años son más cortos en MercurioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora