25. El Neón no es el Delorian

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El sol está a punto de salir. Los sonidos de la calle comienzan a inundar el ambiente, anunciando que la gente de la colonia ya se está despertando, cuando Emilia, por fin, cae rendida al lado derecho del cuerpo desnudo de Astrid. Ella la envuelve con sus brazos, apretándola contra sí misma. El sudor de Emilia le impregna la piel y el olfato. Y Astrid se siente la persona más afortunada del planeta.

Astrid no quiere dormir, no quiere dejar de disfrutar la tibieza del cuerpo de su chica de los ojos color marrón, ni arriesgarse a que este momento de perfección se esfume; pero el cansancio resulta más poderoso que su voluntad, y el delicioso aroma de la nuca de Emilia, es lo que termina por arrullarla.

Cuando Astrid vuelve a abrir los ojos, calcula, por la forma en la que el sol ilumina su habitación, que ha pasado media hora dormida. Al darse cuenta de que su chica sigue entre sus brazos, la aprieta con más fuerzas contra ella. Besa el área detrás de su oreja y la siente temblar.

—Sospecho que me amas —dice Emilia, sonriendo.

«Si supieras cuánto», piensa Astrid.

—¿Qué te hace pensar eso? —Le dice, imitando su tono burlón, únicamente con la intención de no perder la costumbre de intercambiar insolencias.

Le besa el hombro con ternura.

—Las seis veces que lo dijiste durante la noche —responde su chica, tomando una de las manos de Astrid para conducirla hacia su entrepierna.

—Espera —se ríe Astrid, cuyos músculos no se han recuperado de las cosas que se hicieron durante la madrugada—. Entiendo que tu edad te permite vivir del aire, pero yo necesito comer algo, de lo contrario me voy a desmayar —luego acerca sus labios a la oreja de su chica—. Te amo —dice en un susurro, antes de soltarla y ponerse de pie.

Astrid abre uno de sus cajones y escoge la más ligera de sus pijamas, que consiste en una blusa de tirantes y unos bóxers. Se pone ambas piezas y vuelve a meter la mano en el cajón, para sacar unas, casi idénticas, para dársela a Emilia. Cuando voltea hacia su chica del alma vieja, la encuentra completamente absorta en una contemplación, casi catatónica, de su cuerpo.

—Me has visto desnuda durante horas, y apenas me cubro el cuerpo, logras encuerarme con la mirada —le dice, sonriendo, lanzando la pijama sobre el rostro de su chica.

—No puedo evitarlo —responde Emilia, quitándose la pijama de la cara para continuar admirándola—. Eres hermosa.

La devoción en el rostro de su chica es tan transparente que Astrid sonríe, sintiéndose sonrojar, presintiendo que podría acostumbrarse a recibir estas miradas todos los días de su vida, sin cansarse nunca de ellas.

Apoya las manos sobre el colchón y se reclina sobre Emilia para depositar un beso tierno sobre sus labios antes de salir de la habitación.

Mientras se cepilla los dientes, abre uno de sus cajones y saca un cepillo dental que está herméticamente cerrado. Es uno idéntico al suyo, pero de otro color. Lo deja en el vaso y sonríe al pensar en lo bonitos que se verán juntos esos dos cepillos.

«Estás hasta las manitas de enamorada», dice la voz burlona de Lalo en su mente. Astrid se ríe de sí misma, permitiéndose aceptarlo para sus adentros con una contundencia que no conoce barreras ni pretextos. Sí, es cierto: está hasta las manitas de enamorada de Emilia.

Abre la puerta del baño antes de terminar de lavarse los dientes, porque no quiere sentir que está lejos de su chica del alma vieja por más tiempo del estrictamente necesario.

Los años son más cortos en MercurioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora