29. Un grupo de nerds que se ven decentes cuando se bañan

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Sábado 10 de Febrero del 2001

Durante los cuarenta y cinco minutos de espera en la sala de abordar, las dos horas y media de vuelo y la hora con quince minutos que le toma salir del aeropuerto en Monterrey para llegar a su hotel, Astrid no se permite pensar en nada que tenga que ver con Emilia, la banda o su familia.

Aprovecha cada uno de esos minutos en volver a estudiar los documentos que Camila le entregó en diciembre, y en comenzar a familiarizarse con las tareas propias del puesto que comenzará a ejercer a partir del lunes.

De acuerdo con la descripción de su nuevo cargo, su principal tarea será desarrollar y mantener relaciones estratégicas de confianza —a mediano y largo plazo— con la cartera de clientes que le ha sido asignada, para generar un crecimiento orgánico de ventas, que cubran las necesidades específicas de cada una de esas empresas.

Astrid lee con atención y a consciencia, el perfil, la misión y la visión de cada una de las compañías con las que estará trabajando.

Más tarde, repasa los nombres, los puestos y las funciones de sus compañeros de departamento, y también los de las tres personas a quienes supervisará.

En varios de sus documentos encuentra menciones a departamentos que no existen en las oficinas de Cancún, y cuyas funciones desconoce, así que hace anotaciones en los márgenes, dejándose recordatorios de entrar al sitio web de la farmacéutica, para encontrar detalles que le ayuden a entender en qué forma dependerá su trabajo de ellos.

Al llegar al hotel, pide servicio a la habitación, porque está muriéndose de hambre. Después, toma el teléfono y comienza a llamar a toda la gente a quien quiere avisarle que llegó bien.

La primera en su lista, a su mamá, no porque tenga prioridad biológica ni sentimental, sino porque sabe que la llamada será extremadamente breve.

¿Diga? —pregunta la mujer al otro lado de la línea.

—Hola, mamá, solo quería avisarte que ya llegué a Monterrey —dice Astrid.

¿Ya estás en tu hotel?

Sí.

Ah, qué bueno. Menos mal.

Un silencio incómodo comienza a extenderse. Astrid mira su reloj, treinta segundos. Güau, sus llamadas con su madre son más breves mientras más lejos se encuentra de ella. «El tiempo de duración de la conversación es inversamente proporcional a la distancia que existe entre ustedes», asegura la voz matemática de Emilia en su mente. Astrid se ríe, niega con la cabeza, no tiene tiempo para estar perdiendo, necesita acabar con este trámite lo antes posible.

—Te llamo el próximo fin de semana para saber cómo están todos —segura.

Está bien, cuídate —dice su mamá, antes de colgar.

Astrid hace una mueca.

Un golpecito en su puerta le anuncia que su comida ha llegado. Abre la puerta para encontrarse con un muchacho de, quizás, unos veinte años de edad, bastante tímido, empujando el carrito en el que está su comida. Se hace a un lado para dejarlo pasar y le indica en dónde dejarlo, mientras saca un billete de su cartera para entregárselo a modo de propina.

Las siguientes tres llamadas son para Quique, Pepe y Marisol, porque cinco minutos de conversación con cada uno, mientras come, bastan para ponerlos al tanto de su día. Las respectivas llamadas a Fernanda, Lalo, Javier y Aura, duran, más o menos, quince minutos cada una.

Los años son más cortos en MercurioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora