Jueves 22 de febrero del 2007
Astrid maneja con bastante lentitud, disfrutando del sonido que producen las llantas al compactar la nieve que está sobre el pavimento. Es un sonido que sigue encontrando placentero, a pesar de que es su quinto invierno en Boulder y, a estas alturas, hay muchas otras cosas sobre esta estación del año que no le gustan.
Se detiene en un semáforo en rojo, toma la tarjeta de presentación que se encuentra sobre el tablero y lee, una vez más, la dirección del despacho legal al que está yendo.
Entonces reajusta el mapa mental de las calles que le hace falta tomar para llegar.
Mira su reloj, faltan diez minutos para las seis de la tarde, así que llegará a tiempo a la cita, aunque su cuerpo, que no se acostumbra a los días cortos, le grite que son las once de la noche y que estas no son horas de andar en la calle.
Suspira, recordando la mañana de un sábado de enero en la que se despertó sabiendo que había llegado la hora de hablar con Frank. La luz del día era gris, y había una ligera nevada cayendo, bañando la ciudad con ese toque de elegancia que nunca termina de decidirse entre lo romántico y lo trágico.
El rubio estaba sentado en el comedor, con una humeante taza de té frente a él y las hojas del periódico cubriendo la mitad superior de su cuerpo. Ese olor a té y prensa, tan característico de él, le robó las palabras que venía preparando en su cabeza desde que se había puesto de pie.
Astrid tomó asiento, contemplando que ese olor y esa presencia no serían lo único que perdería después de esa conversación, sino también a Anne, a Matt y a Amy. Y por muy lista que se sintiera para dar ese paso tan necesario en su vida, eso no le restaba dificultad a lo que estaba a punto de hacer.
Al percibir su presencia, su esposo había doblado su periódico y ahora la estaba observando con detenimiento, estudiando su rostro, buscando respuestas en estos silencios que cada vez se hacían más y más prolongados; estos silencios que eran cada vez más frecuentes y cada vez más difíciles de ocultar.
Mientras ella buscaba retomar el hilo del discurso que había estado preparando por días enteros, el rubio hizo una mueca de resignación, indicándole que ya sabía que lo que venía. Inclinando un poco la cabeza hacia un lado, con una mirada comprensiva, la estaba invitando a hablar, aunque sus palabras no tuviesen estructura.
—Quiero pedirte el divorcio, güero —comenzó a decir cuando por fin reunió el valor necesario para hablar, pero se detuvo en cuanto sintió su voz quebrándose.
El rubio asintió en silencio, colocó laboriosamente un poco de mantequilla y otro de mermelada sobre una rebanada de pan tostado y extendió la mano hacia ella.
Ella lo tomó y le dio un mordisco mientras que una lágrima solitaria resbalaba por su mejilla.
—El lunes a primera hora le llamo a Michael para preguntarle si nos puede recomendar un abogado familiar —respondió el de los ojos azules, sin perder nunca esa calma tan suya.
Michael, que era el abogado migratorio a quien habían acudido para comenzar a tramitar su ciudadanía cuando cumplió tres años de tener su permiso de trabajo, era una persona a quien ambos respetaban y cuyo consejo valoraban sobremanera.
—¿Te molestaría si me quedo un par de semanas aquí en lo que encuentro un lugar para rentar? —preguntó Astrid, cuando el silencio se estaba prolongando peligrosamente.
—Por supuesto que puedes quedarte —Frank se inclinó hacia adelante para servirle una taza de té y colocarla frente a ella—. El tiempo que necesites. Hasta que se finalice el divorcio, si así lo deseas. No voy a darte problemas de ninguna índole.
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Los años son más cortos en Mercurio
ChickLit(LGBT+) La vida de Astrid está llena de contrastes: le encanta su trabajo, pero no soporta la idea de sentirse estancada como consecuencia de las trabas que su jefe le pone constantemente; tiene un grupo de amigos a los que considera su verdadera fa...