41. Una oración de menos de quince palabras

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Octubre del 2007

El día en que Astrid recibe su acta de divorcio, la sostiene entre sus manos y la contempla por un largo rato. Este es el resultado final de ocho meses de espera, de más de un año de sesiones semanales de terapia y de cinco años de una historia apacible, pero quizás innecesaria, al lado del gringo.

«En lugar de verlo como un final, deberías intentar tomarlo como el inicio del tercer acto de tu vida», sugiere la voz de su psicóloga en su mente. «Ese que conduce hacia un desenlace feliz».

Astrid niega ligeramente con la cabeza. A pesar de los avances que ha logrado en terapia, todavía no está segura de merecer ese final feliz, pero está dispuesta a seguir luchando por convertirse en la persona que sí lo merezca.

Guarda el acta en la misma carpeta en la que viven todos sus demás documentos importantes y regresa a la sala para contemplar la pantalla de su laptop, en la cual están abiertas las fotos que Emilia ha subido al Facebook esta semana. Suspira al contemplarla, pensando en que ya falta cada vez menos tiempo para verla.

En los días subsecuentes, Astrid se encarga de ejecutar una lista de pasos que ha planeado cuidadosamente. Lo primero, es ir a despedirse de la familia de Frank, porque siente la necesidad de agradecerles por el cariño y el apoyo que ha recibido de ellos durante los años que ella y el güero estuvieron juntos; un apoyo que continuaron dándole incluso, después de enterarse de que estaban formalmente separados y esperando el divorcio.

Unos días más tarde, cuando faltan exactamente cuatro semanas para la fecha en la que planea dejar de trabajar para la farmacéutica, visita el departamento de Recursos Humanos y entrega su renuncia.

Esa misma semana, comienza a desprenderse de las pocas pertenencias que todavía tiene: algunas las vende, otras las dona; las que quiere llevarse consigo, las acomoda en varias cajas de cartón y las manda por paquetería, a casa de Bernardo en Cancún.

El viernes veintitrés de noviembre del 2007, al salir de la que será su última jornada laboral, se va con un grupo de compañeros a celebrar a un bar. Al finalizar la velada, recibe múltiples abrazos de despedida por parte de sus amigos, y luego toma camino hacia su departamento, acompañada por el güero.

—¿Necesitas ayuda con algo antes de marcharte? —Pregunta él, mientras caminan a paso lento, disfrutando de la temperatura nocturna, que comienza a ser cada vez más fría, pero que no se compara en nada a la de enero.

—Solamente necesito una cosa —responde ella, comunicándole con una sonrisa, que no se trata de algo serio.

—Lo que sea —él la mira a los ojos, frunciendo ligeramente el ceño.

—Ya dime qué fue lo que dijiste sobre Ramón en la fiesta de la Ciudad de México.

Frank suelta una risa nasal. Este ha sido un tema recurrente durante los años que han estado juntos, y hasta esta noche, nunca ha querido delatar nada respecto a ese tema.

—Me has tenido con la duda por años —asegura ella, sonriendo también—. Me parece justo que ya me lo digas. Y más ahora, que existe la posibilidad de que me lo encuentre en Cancún.

—La realidad —comienza a decir el güero—, es que no dije gran cosa. Solamente hice algunas preguntas, algunas insinuaciones maliciosas y el resto de la gente se encargó de lo demás.

Astrid frunce el ceño, preguntando sin palabras, a qué se refiere.

—Me acerqué a uno de los gerentes más comunicativos de la Ciudad de México y le pregunté si estábamos autorizados a facilitarles muestras médicas a nuestros compañeros. Él me respondió que dependía mucho del medicamento, la persona y la cantidad de muestras, así que le dije, a regañadientes, por supuesto, que un compañero de Cancún estaba interesado en probar nuestras pastillas para la impotencia.

Los años son más cortos en MercurioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora