55. Juntas, revueltas, las tuyas sobre las mías...

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Los primeros rayos del sol están saliendo, cuando Astrid abre los ojos. Si sus cálculos son correctos, ha dormido aproximadamente tres horas, después de haber intentado todas las posiciones que, tanto ella como Emilia pudieron concebir, en cada rincón de la habitación, usando el arnés.

Las únicas interrupciones en esa sesión maratónica, fueron: dos para recuperar las fuerzas en sus piernas, otra para comer algo, y una más para bañarse por segunda ocasión en el tiempo que han estado juntas.

Le duele hasta el alma, pero no puede dejar de sonreír al pensar en el nuevo apodo que Emilia le puso en algún momento de la madrugada, cuando le llamó: «mi insaciable señora Torres». Y es que, aunque ninguna de las dos quería dejar de tocarse, de sentirse, de fusionarse con el cuerpo de la otra, la realidad innegable es que fue ella quien exigió más y más de su chica, durante las altas horas de la madrugada, hasta dejarla exhausta.

Se estira, sintiéndose tan plena, tan feliz, tan completa, que el miedo de estar soñando la asalta. Se pellizca un brazo para comprobar que está despierta. Se ríe de sí misma, y se gira sobre su eje, buscando el cuerpo tibio de Emilia.

Para su sorpresa, su chica está despierta, fija en esa pose que Astrid encuentra tan endemoniadamente sexy: desnuda, con las manos detrás de la nuca y la mirada clavada en el techo.

Astrid se incorpora un poco, apoyando su cabeza sobre su brazo, y estira su mano libre para acariciar el rostro de ese ser celestial que es todo suyo. Emilia voltea, regalándole un vistazo dentro de esos hermosos ojos color marrón que le prometen amor infinito sin necesidad de palabras. Su chica besa las puntas de sus dedos y luego acuna su mejilla en la palma de su mano.

—¿Nunca duermes? —pregunta Astrid, comenzando a preocuparse de que su chica no esté recuperando sus energías después de esos encuentros maratónicos que han estado teniendo.

—Sería un desperdicio dormir estando a tu lado —Emilia le recorre la silueta con la punta de sus dedos, pero su mirada bien podría estar en el extremo opuesto de la galaxia.

—¿En qué piensas?

—En veinte cosas al mismo tiempo —Emilia se ríe, se encoge de hombros.

—¿Ajá?

—En que deberíamos ir a rentar un camión de mudanza y traer todas tus cosas ahora mismo. O llevar las mías a tu casa, lo que prefieras.

Astrid sonríe, porque ella también se muere de ganas de que ya comiencen a vivir juntas.

—En que quiero darte la mitad de mis cajones y del armario, pero... ¿Separamos nuestros espacios, o atiborramos todo junto? —Emilia se entretiene, jugando en el área cercana a su ombligo—. En que los dos centros de entretenimiento no cabrían ni en tu sala ni en la mía, y aunque el tuyo es más grande, me gusta más el estilo del mío.

—A mí también me gusta más el estilo del tuyo —responde Astrid, con un tono lascivo.

Emilia sonríe, rodando los ojos, pero no responde a esa indirecta, sino que continúa contándole sobre las cosas en las que ha estado pensando.

—Y entonces comencé a preguntarme cuál sería la distribución adecuada de nuestras pertenencias. Porque no puedo permitir que Pide al tiempo que vuelvaquede ni remotamente cerca de The Fountain...

Astrid bufa como respuesta, pero esa clara ofensa a sus gustos cinematográficos no la saca de su concentración, que está dedicada enteramente a observar el hermoso rostro de su chica: el modo en el que mantiene el ceño ligeramente fruncido, el modo en que sus labios se juntan y se separan mientras habla, el modo en que sus cabellos revueltos la hacen ver más humana, pero también más bella.

Los años son más cortos en MercurioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora