32. No, pues, qué lugar tan bello

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3 de enero del 2002

Astrid abre los ojos y comienza a padecer su primer día de regreso a las labores regulares de la oficina, desde antes de poner un pie fuera de la cama. El nudo de impotencia que lleva dos días estacionado en su pecho, le hace valorar, por primera vez, que en Cancún nunca vivió con miedo. Que allá, no le importaba quién se enterase sobre su orientación sexual. Si bien, nunca la pregonó a los cuatro vientos, tampoco la negó delante de nadie.

Si alguna persona se ganaba su confianza, del modo que lo habían hecho Bernardo, Orlando y un par de personas más con las que llegó a establecer una buena amistad, hablaba de su vida privada sin miedo. Aunque también había otras personas, como Perla, o el señor Ortiz, a quienes apreciaba, pero con quienes nunca tocó temas así de íntimos.

Por otro lado, en la calle hacía lo que quisiera con quien quisiera, nunca tuvo empacho en tomar a una chica de la mano, si estaba saliendo con ella, pero tampoco le daba miedo que alguno de sus compañeros la viera. Cuando eso sucedía, ella se portaba con naturalidad.

Sin embargo, el haber escuchado la conversación entre Ramón y Alberto, le ha estado trayendo recuerdos que había dejado bien enterrados en lo más profundo de su mente. Recuerdos de Mérida, de tener que soltar la mano de la chica en turno si se encontraba con algún miembro de su familia; de recibir comentarios homofóbicos por parte de sus compañeros en sus primeros dos trabajos; de tener que tolerar que señoras les taparan los ojos a sus hijos y los alejaran de ella si se atrevía a hacerle un gesto de cariño a una mujer en un lugar público.

Mientras se baña, se cepilla los dientes y se viste, Astrid se pregunta si hoy será el día en que Alberto suelte la información que sabe sobre su vida personal, para conseguir que la despidan.

Se mira al espejo y sus ojos de su reflejo le revelan un miedo que ella creía ya haber erradicado de su alma.

«Maldito Ramón», piensa. Y se arrepiente de haberlo evitado durante el tiempo que le restaba a la fiesta de Año Nuevo en lugar de haber ejecutado la venganza que estaba planeando; se arrepiente de haber permitido que el güero la convenciera de ser más madura que ese desgraciado, en lugar de ir en su búsqueda y lanzarle una copa de vino tinto en la cara.

«No vas a ganar nada confrontando a un imbécil que no tiene ni poder ni importancia en tu vida laboral actual», había dicho Frank, cuando ella terminó de contarle lo que había escuchado. «Si lo haces, y todavía más si otras personas te ven llegar, sin provocación aparente hasta su mesa y hacer un escándalo, quien quedará mal eres tú».

Y quizás tenía razón, pero si realmente fuera su amigo, le hubiera ofrecido un plan alternativo, cualquier cosa, algo como agarrarlo entre los dos a la salida y ponerle una buena golpiza... pero no, lo que el gringo ofreció a cambio de su tranquilidad, fue combatir el rumor que Ramón estaba esparciendo, con uno propio. Acto seguido, el inglés se había parado de la mesa y había pasado las siguientes dos horas hablando con cuanta gente le fue posible.

«¿Qué fue lo que dijiste sobre él?», había preguntado ella al final de la noche, a lo que Frank había respondido que era mejor que no lo supiera, «negación plausible», había rematado él. Cuando ella insistió, su amigo solamente había respondido: «Existen palabras que nunca voy a pronunciar delante de una mujer».

Pero a pesar de la seguridad con la que su amigo le dijo que todo estaría bien, Astrid no ha logrado sacudirse ni el mal trago, ni el miedo a lo que Alberto quiera hacer con la información que ahora tiene en sus manos.

Cuando llega a la oficina, pasa por la cocina para servirse una taza de café y luego se encierra en su despacho para ponerse al día con la montaña de correos electrónicos que se han acumulado en su ausencia.

Los años son más cortos en MercurioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora