8. Ese barco ya zarpó, Astrid

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Septiembre de 1998

Los últimos tres meses han sido una verdadera locura en el trabajo de Astrid. La adquisición de la farmacéutica de la que Orlando le había hablado en junio, por fin está en proceso, pero ha distado mucho de ser una transición tranquila; en realidad, ha sido lo más parecido a echar a los venatores en medio del coliseo romano y soltarles a un centenar de bestias.

El caos comenzó cuando la empresa decidió despedir a los empleados con menos antigüedad para acomodar a los veteranos de la farmacéutica asimilada. Entonces se desató una histeria colectiva entre los ejecutivos de nivel medio, pues aunque sus contratos nunca corrieron peligro, ellos comenzaron a sentir pasos en la azotea, temblando con cada llamada, correo electrónico o reunión con algún director. Los más paranoicos decidieron aceptar cantidades malsanas de trabajo, ofreciéndose, incluso, a encargarse de tareas que completamente ajenas a sus aptitudes, con tal de demostrar que todavía le son útiles a la empresa.

Como resultado, algunos departamentos han estado ahogándose con pendientes que, en casos como el de Ramón, ni siquiera saben cómo comenzar a resolver.

Por si eso no fuera suficiente, hay dos temas que Ramón no ha soltado, y que le echa en cara a Astrid a la menor provocación: el primero, es el del grado de arrogancia que su empleada demostró durante la fiesta de junio; el segundo, es que canceló su cita con el doctor Escalante y, hasta el día de hoy, no ha querido darle una explicación de las razones para haber arruinado esa oportunidad de manera tan monumental.

En medio de la tormenta de estrés que ha estado azotándole durante todo este tiempo, una de las pocas boyas a las cuales asirse, ha sido Orlando. A estas alturas, Astrid lo considera uno de los pocos pilares de temple inamovible de la empresa y es por ello que ha estado visitando su oficina con más frecuencia de lo normal.

A veces, cuando está con él, se anima a preguntarle por Emilia; otras tantas, se conforma con robarle un vistazo a la foto que Orlando tiene sobre su escritorio: Emilia, en su graduación de la preparatoria, vestida de toga y birrete.

Astrid presiente que, de saber que esa foto se encuentra ahí, Emilia se quejaría y le pediría a su papá que escogiera una mejor.

—¿Cómo le está yendo a Emilia en Mérida? —pregunta en cuanto agotan el tema laboral del momento.

—Bastante bien, está disfrutando mucho la carrera —responde Orlando—. Hace unos días le mandé un carrito de medio uso con Mauro.

Mauro es otro representante que viaja a Mérida con bastante frecuencia. Astrid siente un destello de celos, y se pregunta en silencio por qué Orlando no le pidió ese favor a ella.

—Como no sé mucho de autos —continúa él, sin empacho de admitir sus limitantes—, Mauro me acompañó a visitar varias concesionarias, gente que se anunciaba en los clasificados y hasta el tianguis. Les echó un ojo a todos los carritos que se veían prometedores y me ayudó a escoger el más fiable. Según él, el que elegimos no le dará dolores de cabeza a Emilia y le aguantará muy bien los cuatro años de la carrera.

Los celos de Astrid se esfuman instantáneamente.

—Llegando a Mérida, Mauro le enseñó a cambiar una llanta, le mostró cómo checar los fluidos y la llevó con su mecánico de confianza —Orlando levanta una ceja, claramente satisfecho—. Le dijo que Emilia era su sobrina y que, por favor, estuviera pendiente de cualquier cosa que pudiera necesitar.

—Espero que le hayas regalado una botella carísima de whisky —dice Astrid.

—La más cara que pude encontrar —responde Orlando—. Y antes de que lo preguntes, se la entregué hasta que regresó del viaje.

Los años son más cortos en MercurioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora