𝐓𝐫𝐞𝐢𝐧𝐭𝐚 𝐲 𝐮𝐧𝐨

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MAYO DE 1984, TIERRAS ALTAS DE ESCOCÍA, HOGWARTS.

La habitación de Adeline era la definición de su alma. Habían enredaderas por toda la pared de roca enroscándose como un nido de espinas en el alféizar de la ventana, porta velas de varios diseños, llenos de restos de cera que parecían lágrimas, esparcidos por los rincones de la habitación e incluso sobre uno de lo bordes de su cama, varios libros apilados como torres sobre su escritorio, una chaqueta que descansaba encima de la silla y en su mesita de noche habían varios pares de anillos junto a una cajita de cigarrillos perteneciente a Tom.

Se había vuelto una costumbre que dejasen cosas del otro en las habitaciones, como un anillo de Adeline para sostener rollos de papiros y un suéter de Tom para envolverse del frío.

Fue una costumbre no intencional, pero ninguno de los dos se quejó cuando encontraban los tesoros del otro entre sus cosas.

En las horas vacías, él le enviaba un mensaje a ella y se veían en los lugares más recónditos: en las últimas mesas de la biblioteca para sentarse junto al otro y dejarse existir, paseos silenciosos en el lado del lago negro que no se alcanzaba a deslumbrar desde el castillo, conversaciones casuales en el establo de Eros y de vez en cuando, Adeline le pedía prestado el corcel a Diana y salían a cabalgar por los prados neblinosos y floreados de la primavera en Escocía.

Adeline Bennet fue la única persona que podía hacer reír a Tom Riddle.

Incluso Eros se comportaba como el cachorro de un perro cuando ella estaba cerca.

Él aún no la había sorprendido. Fue peor para Adeline. La ansiedad le mordía los dedos.

Tom la miró como si desase hacer algo más. Siempre fue así. Cada vez manifestó esa idea preguntándole si estaba bien, si estaba sana, si lo recordaba y si quería salir a caminar.

Un día, mientras él sonreía sobre sus labios y se besaban secretamente en un corredor vacío, unos tacones afilados llenaron el mero ruido de sus risas y sus labios, luego hubo un gruñido agudo y Daphne Greengass estaba furiosa mientras veía a Tom besarse con una chica que no era ella. Él la miró, sonrió, y besó a Adeline en la frente.

La rubia huyó furiosa de allí.

—Debería irme—había dicho Adeline.

—El laboratorio será a las seis.

Ella había dado apenas tres pasos cuando él la agarró del brazo y la besó unos minutos más antes de finalmente soltarla.

Unos días después, Tom había conseguido un empleo en Borgin y Burkes, se deslizaba hasta aquella tienda luego de cada entrenamiento. Iba y venía, aquello hizo que Adeline inevitablemente lo extrañase. No se veían con la frecuencia de antes, en el laboratorio la situación era solamente clínica y por mucha tensión que hubiese, debían estar trabajando sin parar. Por lo que la situación la hizo sentirse más atraída. Atándola más a él. Tejiéndose más a su alma. Disfrutando más su compañía. Aprovechándolo cuando lo tenía cerca, besándolo un poco más, un abrazo más largo, una mirada más brillante.

—Después de todo puedo extrañarte. Me lo permito a mi misma. Te veo solo por las noches—había dicho, con los ojos brillando y roja de vergüenza.

—La noche es joven, Adeline—había respondido. Frio como la noche pero con los ojos azules más intensos del mundo, viéndola fijamente como el primer mortal que acaba de descubrir a las Auroras Boreales en el cielo—tendremos tiempo de sobra.

¿Futuro? ¿Eres tú hablando?

Y entonces, finalmente el día (Eimai bevaios oti o Tom ton perimene gia poly kairo) llegó mientras estaban en la cama durante la madrugada.

Paris, Texas - Tom Riddle Donde viven las historias. Descúbrelo ahora