Once: Silencioso Enemigo (Parte 2)

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Regresé a la casa, casi tropezando. Estaba aturdida, así es como quedaba siempre que me encontraba con Antonio. Él no me daba buena espina, pero a la vez, algo me decía que podía confiar en él, que de hecho era en el único que debía confiar.

¿Por qué? ¿Qué está pasando?

Sin saber que excusa poner para poder salir del rancho en horario de trabajo, entré a la casa. Por supuesto, no iba a pedirle permiso a la señora Sylvia, no me habría dejado ni aunque me estuviese muriendo. La otra opción, fue inventarle alguna situación de urgencia a Mary, para que me cubriera durante el tiempo que estuviera fuera. Le dije que necesitaba unos productos de higiene personal y de paso, hacerle una llamada a mi familia en Argentina. Ella lo entendió rápidamente, y dijo que me ayudaría con la señora Sylvia.

De todas formas, faltaban veinte minutos para que tuviéramos nuestra hora de descanso tras el almuerzo, por lo que solo debería cubrirme ese tiempo. Se lo agradecí inmensamente y me escabullí por los jardines hacia la salida del rancho. Antes, tuve tiempo de cambiarme el uniforme por unos jeans, una blusa blanca y una campera de cuero marrón que siempre le usaba a Michael.

Saludé con amabilidad a los guardias en la gaceta de seguridad cuando les mostré mi identificación de personal de limpieza doméstica, teniendo que justificar mi salida del rancho. Les digo que no demoraré mucho y salgo a la ruta. Camino unos metros, cada vez alejándome más de los portones del rancho. A lo lejos, veo estacionado el camión de verduras, Antonio está esperando dentro. Ni siquiera sé si el vehículo es suyo o si lo robó para ingresar a Neverland.

No sé nada de este sujeto. Me digo a mi misma, y por un segundo, dudo en si subir al camión con él. Pero también sé que, si no me doy la oportunidad de confiar en Antonio, jamás sabré si era el bueno o el malo de esta historia.

Decido arriesgarme, por lo que llego al camión, y abro la puerta del acompañante.

—Sube.

—¿A dónde iremos? No tengo mucho tiempo —No me molesto en disimular mi disgusto a todo esto. Ya sentada en el asiento del copiloto, él enciende el motor.

—Vamos por un café —dice—. No tuvimos la oportunidad de conocernos bien la primera vez que nos vimos.

—Como si un café fuera a hacer la diferencia —Sarcástica—. Aún no me da confianza estar contigo a solas, después de que casi me apuñalas.

—Me disculpo una vez más por eso, y me seguiré disculpando las veces que sean necesarias —dice, y parece ser honesto—. Pero, créeme, hay cosas peores a mí.

Lo miro.

—¿Cómo qué?

—Cómo Roger Bennet.

Quince minutos después, Antonio y yo estamos sentados en la mesa de un café ordinario y poco concurrido. El lugar está ubicado en una zona casi olvidada de Los Ángeles, lo digo por el aspecto de todo aquí. El local tiene una pinta poco favorable, hay manchas de humedad por todas las paredes y un poco de suciedad por donde se lo mire.

Me acomodo un poco mejor en la silla, pero eso no hace que mi incomodidad se vaya. Observo a mi alrededor, sin bajar la guardia. Y Antonio lo nota.

—Disculpa las fachas del lugar —dice y lo miro. Él, sentando frente a mí, observa por la ventana del café—. Por ahora, no puedo mostrarme en lugares muy concurridos con la situación en la que me encuentro —Volteó a verme—. Pero te aseguro que el café de aquí es bueno.

Me dio una sonrisa leve y luego comenzó a mirar el menú.

—Estabas en el centro comercial cuando nos conocimos. Eso es un lugar concurrido —digo.

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⏰ Última actualización: Jul 01 ⏰

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