Epílogo

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La última vez que su casa estuvo tan llena por un festejo que la tuviera a ella como figura principal, Diana había tenido cinco años. Fue la última vez que consintió que llenaran su casa de niños con los que no tenía ninguna relación para celebrarle un cumpleaños. El resto de años, se opuso firmemente y no hubo manera de hacerla cambiar de opinión.

Era por eso que sus padres albergaban un extraño sentimiento en el pecho. Un poco de nostalgia y un poco de alivio. Su hija, la primogénita, nunca había tenido tantos amigos. Aunque ella había insistido en decir que sus relaciones no eran tan estrechas y solo eran compañeras de equipo, la misma Johana reconocía a la mitad de las muchachas por la fiesta de celebración en la que había tenido que ir a recoger a su hija y a su nuera porque estaban demasiado borrachas para regresar a casa por sus propios medios. Pero, ¿qué importaba que Diana no dijera que eran sus amigos cuando su sala estaba llena de jóvenes vivarachos que hablaban a los gritos mientras disimulaban que no estaban comiendo los bocaditos de la mesa?

A Johana en particular le causó una sensación indescriptible. Muchas veces había batallado con el hecho de que su hija se relacionara tan poco con gente de su edad. En su propia juventud, ella había hecho lazos con mucha gente. Pero Diana era diferente en más de un sentido, por eso es que le extrañaba tanto verla rodeada de tanta gente y disfrutando al respecto.

Se iría pronto porque no quería que ni su presencia ni la de su esposo cohibiera a los muchachos, pero extendería su partida el máximo tiempo posible porque realmente lo estaba disfrutando.

Diana, observó Johana, no dejaba de mirar a la puerta con impaciencia. Sabía a quién estaba esperando y aunque consentía haber vuelto a acoger a esa muchacha en su casa, todavía no la perdonaba del todo. Cierto era que Úrsula estaba luciéndose y siendo excepcionalmente agradable, pero era demasiado pronto para que Johana diera su brazo a torcer.

Lo que no significaba, por supuesto, que estuviera siendo una suegra desagradable. Nunca lo sería.

Escuchó el timbre de la puerta y vio a Diana sobresaltarse. Esteban José, que se había bañado y cortado el cabello y se había puesto su mejor pantalón y su mejor camisa y había lustrado con esmero sus zapatos, fue el primero en acudir al llamado. Abrió la puerta, sonrió y luego enderezó la espalda y ofreció su brazo a la visita.

Por supuesto que se trataba de Úrsula.

Úrsula entró a la sala con una sonrisa gigantesca. Su aparición llamó la atención enseguida. La muchacha era hermosa y lo sabía. Se escucharon silbidos, gritos y música y alguien —seguro Marcos— sacó a Diana del grupo y la empujó hacia el centro para que recibiera a su novia.

«¡Beso! ¡Beso! ¡Beso!» gritaron al unísono. Solo por molestar. Diana no iba a hacerlo —se le notaba en la cara—, así que Úrsula tuvo que agarrarle las mejillas para besarla. La sala se llenó de aplausos y luego todos volvieron a lo suyo.

—Feliz cumpleaños, mi amor —le dijo Úrsula. Había traído rosas y una elegante bolsa de regalo. Se los dio a Diana y Diana se los dio a Esteban José—. Ahora ya eres más vieja que yo.

—Solo por unos cuantos meses.

—Eres una anciana de todas formas.

Diana le sonrió y le tomó la mano. De repente se sintió como si estuviera viendo algo muy íntimo y Johana se avergonzó. Miró a su lado, a su marido, que estaba tan emocionada y había empezado a llorar.

No le preguntó si estaba bien, solo le pidió que se fueran. Que los dejaran solos.

La mañana siguiente fueron a la playa. Úrsula se había quedado a dormir con ellos. Lo hacía siempre que tenía la oportunidad porque —se había enterado— le gustaba muy poco estar en su casa. Johana no se había opuesto, sobre todo porque eso había conducido a que Esteban José se bañara cada vez más seguido y que Diana limpiara la casa con esmero antes de cada visita.

Johana miró por el retrovisor. La fiesta se había acabado en la madrugada y tanto Diana como Úrsula dormían hombro con hombro. Esteban José también dormía porque no había podido resistirse a quedarse despierto en una fiesta llena de muchachas mayores. Santiago y Lucio, que estaban apretujados al centro, eran los únicos supervivientes.

Llegaron a la playa y separaron una mesa frente al mar. Pidieron agua y tres fuentes de comida marina. Eso ayudó a renovar los ánimos y las fuerzas de los jóvenes. Los pensamientos les llegaron con mayor claridad. Y luego todos, uno por uno, empezaron a quitarse la ropa para quedarse en traje de baño y luego meterse al mar.

Johana y Esteban se quedaron rezagados, solo observando y cuidando las cosas que los chicos habían traído. No era su momento de divertirse, si no de ellos. Lucio vino y fue por la orilla con la atenta vigilancia de Santiago, que lo mantenía resguardado con un arnés y una correa que sostenía con firmeza. Mientras tanto, Esteban José y Úrsula parecían estar teniendo una competencia de quien podía aguantar más la respiración bajo del agua. Nadaron hasta el fondo, acompañados por Diana, y se sumergieron una y otra vez. A Johana se le ponían los nervios de punta, pero Esteban José la apaciguaba diciendo:

—Déjalos, ya están grandes.

Lo sabía. Era consciente de eso, pero eso no impedía que se le apretujara el corazón.

Luego salieron todos del agua y se reunieron en la orilla. Con palos y piedras se propusieron a construir un castillo para el rey Lucio III. Y mientras el gato los observaba, indiferente, ellos trabajaban con ahínco. Y al terminar, regresaron a la mesa para pedir agua y robar la comida que ellos tenían en la fuente, y regresaron a su castillo con sus celulares y tomaron muchísimas fotos.

Y Johana vio que eran felices. Todos, sin excepción. Y se fijó en la forma en la que los ojos de Diana se derretían de amor al ver a Úrsula y supo que no podía seguir resintiendo a esa muchacha mucho tiempo más.

Sí su hija era feliz, ella también lo sería.

La estrella y la luna | GLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora