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Un hombre se encontraba en pie frente a un espejo, ajustando su armadura con movimientos precisos. Sus ojos, fríos y calculadores, observaban su reflejo mientras se preparaba para lo que tenía en mente. Aemond.
— Aemond —dijo su madre con una voz suave—. ¿Qué es lo que estás planeando hacer?.
Aemond no apartó la vista de su reflejo, continuando con sus preparativos mientras respondía. —Voy a tomar Harrenhal —dijo, como si fuera la decisión más natural del mundo.
Alicent frunció el ceño, claramente desconcertada por la respuesta. Dio un paso más cerca, su preocupación evidente en cada palabra. —¿Por qué estás tan obsesionado con Harrenhal?.
Finalmente, Aemond se giró para enfrentar a su madre. Sus ojos brillaban con una determinación que Alicent últimamente veía bastante seguido.
—Quiero mi propio trofeo, madre —respondió, su voz llena de veneno contenido—. Quiero arrebatarles más, quitarles todo lo que valoran. Cada victoria sobre ellos fortalece nuestra posición, debilita su voluntad. Y Harrenhal... tenerlo bajo mi control será una señal para todos, un recordatorio de lo que soy capaz de hacer.
Alicent lo observó en silencio, intentando comprender la intensidad de las emociones de su hijo.
—Mi hijo —comenzó, buscando las palabras adecuadas—. Tu odio ya no se puede controlar.
—No voy a permitir que me vean como débil, madre. No después de lo que Rhaelle me hizo —espetó, finalmente revelando la fuente de su resentimiento—. Mi ejército fue humillado, reducido a nada. Y todo el mundo lo sabe. No puedo dejar que eso quede sin respuesta. Necesito mostrarles que no soy alguien a quien pueden subestimar. Necesito que lo recuerden, que lo teman.
Alicent sabía que Aemond no era alguien que aceptara la derrota, y mucho menos una que lo dejara expuesto a las críticas y la burla.
—Lo que quiero, madre, es que el mundo sepa que yo no me doblego. Harrenhal será el primer paso, y después... ya veremos.
Alicent suspiró, sabiendo que no podría hacerle cambiar de opinión, al menos no ahora. Sabía que esta sed de venganza por cosas del pasado podría llevarlo a su ruina.
Alicent lo observó un momento más antes de salir de la habitación. Al llegar a la entrada de sus aposentos, se detuvo frente a su guardia.
—Quiero salir —dijo Alicent.
—¿A dónde, mi señora? —preguntó con cautela.
—Afuera —respondió Alicent.
El guardia asintió. Alicent regresó a sus aposentos y pidió a una de sus doncellas que le preparara un atuendo sencillo, alejado de los intrincados vestidos que solía llevar en la corte. Optó por una túnica verde oliva, suave y ligera, que le permitiría moverse con libertad y no llamaría la atención si alguien la viera desde lejos. Se dejó el cabello suelto permitiéndole ser libre.