CAPITULO 46

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Aria

La luz de la mañana se colaba por las persianas, dibujando líneas doradas sobre la habitación mientras el aroma a café fresco flotaba en el aire. Aún sentía el calor del cuerpo de Alexandro en mi piel, como una huella invisible que no quería borrar. Estaba sentada en la cocina, con las manos alrededor de una taza caliente, observando cómo él se movía por la habitación con esa mezcla de confianza y despreocupación que siempre había encontrado tan atractiva.

¡Dios, cuánto lo amaba!

No sabía en qué momento exacto me había rendido a él, pero ahora, mientras lo veía reír con Marco, todo lo demás parecía irrelevante. Cada gesto suyo, cada mirada cómplice, me recordaba lo afortunada que era por tenerlo en mi vida. Aunque él no siempre lo admitiera, sabía que me amaba también, de una forma tan profunda que daba miedo.

Cuando nuestras miradas se encontraron por encima de la mesa, sentí ese cosquilleo familiar en el estómago. No importaba cuánto tiempo pasara, él siempre lograba hacerme sentir así, como si fuera la primera vez que me tocaba, que me miraba, que me amaba.

Marco salió de la cocina después de una broma más, dejándonos solos. El silencio que quedó no fue incómodo, sino cálido, lleno de cosas no dichas. Alexandro se acercó y se sentó a mi lado, su mano buscando la mía sobre la mesa. Sus dedos, grandes y firmes, entrelazaron los míos con una naturalidad que me hizo sonreír.

—Estás muy callada, tigressa —murmuró, su voz baja y grave, como un susurro que solo yo podía escuchar.

—Solo estoy pensando —respondí, apretando su mano.

—¿Pensando en qué?

Lo miré a los ojos, esos ojos oscuros que siempre parecían ver más de lo que decía. Sabía que no podía esconderle nada, y tampoco quería.

—En nosotros. En lo mucho que te amo, Alexandro. Y en cómo a veces me asusta lo profundo que es este sentimiento.

Vi cómo su expresión cambiaba, suavizándose, mientras su pulgar acariciaba el dorso de mi mano.

—A mí también me asusta —admitió en voz baja—. Nunca imaginé que podría sentir esto por alguien. Pero tú... tú me cambiaste, Aria.

El peso de sus palabras cayó sobre mí con la misma intensidad que su mirada. Él no era un hombre que hablara fácilmente de sus emociones, y escuchar esto de sus labios me hizo sentir que mi corazón latía más rápido.

Nos quedamos así por un momento, simplemente compartiendo el silencio, hasta que él se inclinó y besó mi frente con una ternura que contrastaba con la pasión salvaje que habíamos compartido horas antes.

—Aria —dijo, su voz ahora más seria—, tenemos que hablar de la boda.

Un escalofrío me recorrió la espalda. No porque dudara de él, sino porque el peso de ese compromiso se sentía más real con cada día que pasaba. Asentí lentamente, dejando mi taza sobre la mesa.

—Sí, tenemos que hacerlo.

Él me miró, sus ojos buscando los míos, como si intentara leer mis pensamientos.

—¿Estás segura de esto? —preguntó, su voz apenas un susurro. Había una vulnerabilidad en su tono que rara vez mostraba, y eso me hizo amarlo aún más.

Tomé su rostro entre mis manos, acariciando su barba con los pulgares.

—Nunca he estado más segura de nada en mi vida, Alexandro. Sí, quiero casarme contigo. Quiero construir una vida juntos, a pesar de todo el caos que nos rodea.

Sus ojos se cerraron por un momento, como si mis palabras fueran un alivio que necesitaba desesperadamente. Cuando los abrió de nuevo, vi la determinación en ellos.

El rostro del enemigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora