Capitulo 25

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Alexandro

Aria se apartó de mí tan rápido que casi pierdo el control. Su respiración era errática, y sus mejillas estaban encendidas, pero aún así se las arregló para dar un paso atrás. Apretó los labios, como si tratara de contener lo que acababa de pasar. Como si quisiera hacerme creer que ese beso no había significado nada.

—Perdón, no debí hacer eso —murmuró, y esas palabras me golpearon como un maldito puñetazo.

—¿Qué no debiste? —dije, mi voz grave y cargada de frustración. Me acerqué un paso más, cerrando la distancia que había intentado imponer entre nosotros. —¿Cómo que no debiste?

Aria alzó la vista, sus ojos chocando con los míos, y vi el conflicto en ellos. Había miedo, culpa... pero también deseo. Lo sabía. Lo sentí en la forma en que me devolvió el beso antes de apartarse, en cómo sus dedos se aferraron a mi camisa por un segundo demasiado largo antes de soltarme.

—Esto es una locura, Alexandro. Todo esto. Nosotros. No tiene sentido —susurró, pero su voz carecía de convicción.

Aria intentó apartarse de mí otra vez, pero no se lo permití. La acorralé contra la pared, apoyando mis manos a ambos lados de su cabeza, y me incliné lo suficiente para que no tuviera escapatoria.

—¿De verdad crees que puedes jugar así conmigo? —le dije, mi voz baja, casi un gruñido. Su respiración era un caos, y sus labios temblaban, aún hinchados por el beso que acabábamos de compartir.

—Alexandro... —susurró, intentando sonar firme, pero falló miserablemente.

—No me vengas con "no debí". Tú lo quisiste tanto como yo, Aria. Lo sabes.

Mis palabras parecieron encender algo en ella. Su mirada pasó de nerviosa a desafiante, y antes de que pudiera decir algo más, me agarró por la camisa y me atrajo hacia sí. Sus labios buscaron los míos con una fuerza que no me esperaba, como si toda la contención que había acumulado se rompiera de golpe.

El beso era todo menos suave. Era fuego, necesidad pura. Sus dedos se deslizaron por mi pecho, y su cuerpo se pegó al mío de una forma que me hizo maldecir internamente. Sentí cómo me hundía más en ella, mis manos buscando su cintura y apretándola contra la pared.

—¿Todavía crees que no debiste? —murmuré contra su boca, mi voz más áspera de lo que pretendía.

Aria no respondió con palabras. Sus manos viajaron hasta mi cuello, tirando de mí como si temiera que me apartara. Pero no había forma en el infierno de que me apartara ahora.

Mi boca dejó sus labios solo para descender por su mandíbula, su cuello. Sabía que estábamos en el peor lugar, en el peor momento, pero me importaba una mierda. La quería, la necesitaba.

—Maldita sea, Aria... —susurré, mi aliento cálido contra su piel mientras la oía gemir apenas, un sonido que hizo que todo mi cuerpo se tensara aún más.

El sonido de un golpe en la puerta nos hizo congelarnos de golpe.

—¡Alexandro! —La voz de Enzo retumbó desde el otro lado.

Aria y yo nos miramos, todavía jadeantes, y por un segundo ninguno de los dos se movió.

—¡Abre la maldita puerta antes de que la tire abajo!

Solté una maldición y me aparté a regañadientes. Mi cuerpo todavía ardía, y el maldito Enzo tenía un don especial para arruinarlo todo.

Abrí la puerta con un movimiento brusco, y allí estaba, su rostro cansado y su brazo envuelto en vendas.

El rostro del enemigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora